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La reina está vestida

Juan Cruz

La sensación es que los reyes no se desnudan nunca. Por eso hizo tanta fortuna la historia que sitúa a un niño delante & un rey desnudo y después de las distintas incertidumbres sobre la vestimenta del monarca deja a todos boquiabiertos con el anuncio de lo obvio: "El rey está desnudo".Acaso por ese atavismo preocupan tanto las ropas que usan los reyes. Y así no sólo las revistas del corazón sino también otros periódicos, como este mismo, han mostrado estos días tanta preocupación por los ropajes de la reina de Inglaterra. Todos lo contamos y daba la impresión de que la esencia del viaje estaba en la cadencia de los colores de la visitante.

Otra preocupación se centró en las comidas, y así la descripción de los menús fue un plato habitual en las crónicas. No comió nada de particular, pero los nombres que les pusieron a las cosas -charlota de paloma torcaz le ofreció Arzak en la Moncloa- parecían hechos para que ella no se enterara de nada y comiera lo que se le pusiera delante. Como es una mujer discreta, por obligación y por aspecto, se tragó circunspecta las palabras y no requirió la traducción simultánea que le hubiera permitido comer en inglés.

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Atrajo la atención, como es natural, de numerosos españoles, que salieron a la calle ataviados con la impaciencia que nuestros compatriotas tienen para ver llegar a los poderosos y cansarse de ellos en seguida, y tuvo tiempo para recibir a algunos de sus compatriotas, a los que sonrió con esa sonrisa que ya llevaba lord Wellington y que parece hecha para los que hablan en inglés: muy horizontal, tirada hacia los lados, levemente inclinada hacia arriba, sin estridencia alguna. Es tan preciado un saludo suyo que dos conserjes del Colegio Británico, Remedios y Manolita, que llevan más de 40 años guardando las llaves de esa institución, le dieron la mano en el Museo del Prado y estimaron que aquél había sido uno de los acontecimientos más memorables de su vida.

Su brillo es muy lento, como el que dejan las anécdotas de la historia, de modo que se apaga en cuanto deja de estar presente, pero ella misma aparenta estar tan en segundo plano que ha hecho que su esposo, el duque de Edimburgo, parezca inexistente. Y es injusto. Viste muy bien, es un ser que padece la elegancia de los que caminan lentamente y comparte con su amigo el Rey de España la manía de caminar con las manos detrás, como si no tuviera nada que hacer. Tiene una mirada inquisitiva y se preocupa mucho de los pequeños detalles: dicen que es un hombre ausente y no es cierto. Le hemos visto estos días ayudando a su esposa en las cosas humildes que convierten en cercanas las relaciones de las parejas, y sobre todo siempre le cede el paso. Y le hemos visto preguntándole al Rey de España por la naturaleza de unos extraños signos dibujados sobre el suelo de madera del monasterio de El Escorial. Desconfiado sobre la explicación, él mismo sacó un minúsculo reloj de bolsillo y comprobó que don Juan Carlos le decía la verdad revelada por Juan de Herrera y por el propio sol indeciso de aquel monacal. Viéndola de cerca, se advierte que Isabel II tiene en el rostro la melancolía de los que están obligados a portarse bien. Acaso por eso se ha vestido con ese aire que parece sacado de un cuadro del Turner de la última época, como una fuga del color, una huida de la realidad. Lo que es seguro es que cuando se viste de reina, de cualquier color, y a pesar de tanto séquito como le sigue a todas partes, parece clarísimo que esta reina vestida se viste sola.

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