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La hormiga de La Fontaine

"... las ideologías no pueden renunciar a las leyendas, a los mitos, a los impulsos sencillos, pero no por eso menos importantes, despertados al calor de ciertas palabras, a utopías y ficciones. Y no vemos motivo alguno para afirmar que las ideologías, sólo por venir formuladas lingüísticamente, no pertenecen a la esfera de la fe...". (Leszek Kolakowski).Si las filosofías venidas de Oriente han gozado siempre de un prestigioso halo de misterio -o de un misterioso halo de prestigio-, las ideologías han sido un típico producto occidental. Nacieron de la civilización judeocristiana y florecieron en la sociedad capitalista, incluyendo el marxismo, que surgió con la intención de destruirla, y el fascismo, que buscó una coartada para justificar el inveterado reflejo de la expansión imperial.

Fuera de las metrópolis capitalistas, en esos gigantescos suburbios del mundo que rodean las islas del norte de América, Europa y Japón, las ideologías se toman prestadas para obtener créditos, respaldos políticos o apoyos militares. Pero lo que sigue dominando en estas sociedades es un conjunto de impulsos: la defensa de las propias creencias, de la propia cultura, de la propia tierra, y las rencillas con el vecino para ocupar su tierra e imponerle nuestra cultura y nuestras creencias.

La disputa acerca de si los pueblos son movilizados por los intereses o por las pasiones puede resolverse salomónicamente: en las metrópolis gobiernan los intereses, Jaqueados por las pasiones, y en la periferia gobiernan las pasiones, agobiadas por los intereses.

Es el capitalismo, con su ambición de mercados, materias primas y trabajo barato, el que introduce explicaciones ideológicas para defender sus intereses. Las ideologías de contestación al capitalismo no llegaron nunca a subvertir el sistema porque no triunfaron en las metrópolis, sino en la periferia, y se convirtieron entonces en instrumentos de revoluciones nacionales que concentraron brutalmente los recursos en manos del Estado para promover un desarrollo acelerado. En el caso prototípico de la Unión Soviética, la nueva ideología terminó también resultando una cobertura de la exoansión imperial.

Aunque todas las ideologías modernas han nacido en la sociedad capitalista, ella no necesita una forma ideológica específica: sus atributos concretos han sido considerados como si se tratara de avances científicos, de astutos descubrimientos de laboratorio que podrán tardar más o menos tiempo, pero terminarán aplicándose en todo el planeta. Del mismo modo, el marxismo ha tratado de imponerse como un resultado científico del análisis de la realidad, lo que convirtió sus auténticas aportaciones sociológicas en punta de lanza de un dogma que inexorablemente debía extenderse por el mundo.

Tenemos ahora una Unión Soviética en plena reconversión ideológica -es decir, resignándose a contener su expansión ante la superioridad tecnológica de la superpotencia rival- y un Estados Unidos que padece una crisis ideológica simétrica, puesto que venía nutriéndose durante casi medio siglo de la pura defensa de los valores de la civilización occidental frente a un enemigo que ahora aparece en retirada.

Europa, que vuelve a mirarse a sí misma en vísperas de un nuevo intento de unificación política que le devuelva el protagonísmo perdido, también necesita con urgencia un poderoso esfuerzo de imaginación para encontrar una ideología que sustente sus ambiciones.

Los europeos navegan entre los restos de la ideología inicial del capitalismo -el liberalismo- y los restos de la ideología de origen marxista que impulsó grandes reformas del sistema y terrilinó reconciliándose con él: la socialdemocracia.

Los descendientes del capitalismo original -liberales y conservadores, con el añadido democristiano- siguen deslizándose por el tobogán desarrollista, y todo lo imaginativo que se les ocurre es que la gente se convierta rnasivamente en accionista de algunas empresas.

Los socialdemócratas (y aquí incluimos a todos los socialistas distanciados del marxismo) libraron su última batalla estatalista en Francia, y tuvieron que ceder rápidamente ante el vendaval internacional de la libre empresa.

Como en la fábula de su casi homónimo del siglo XVII La Fontaine, el alemán Oscar Lafontaine se ha convertido en la hormiga que ha ido llevando pequeñísimas partículas de ideología que ahora, en este crudo invierno, están empezando a alimentar a las huestes socialdemócratas alemanas y están preparadas para ser exportadas a toda Europa (no sólo la occidental). En cambio, las cigarras del socialismo francés, italiano,británico, español, han seguido cantando consignas vacías y se han quedado compitiendo con los liberales por el desarrollismo y el modernismo

Lafontaine habla justamente de posmodernisino -quizá una clave para advertir que no trae en realidad una mercancía muy novedosa-, pero también se ha puesto a leer al viejo Marx y ha podido desenterrar con orgullo el valioso antecedente de la ostpolítik de Willy Brandt, precisamente cuando en el Este viven la angustiosa necesidad de una política hacia el Oeste.

El alimento ideológico lafontainiano ha acumulado pequeños trozos de igualdad laboral para la mujer, ajuste de] crecimiento económico a unos límites ecológicos, sacrificio de los que tienen empleo para contener el paro, reforma fiscal para cargar los impuestos sobre el consumo y no sobre el trabajo. Y, por encima de todo, otra antigua receta de la que presumían los socialistas yugoslavos: la autogestión.

Sería torpe hablar de alguna revolución pendiente: todas las fórmulas que propone Lafontaine son correctoras. Se trata de otra gran vuelta de tuerca para que el capitalismo se ablande en su antigua guerra contra el hombre y en su reciente y furiosa guerra contra la naturaleza. La mayor valentía del proyecto es la de atreverse a afirmar que el crecimiento del producto bruto no es todo.

Como conjunto, no se trata más que de volver a las antiguas intenciones reformistas de los que primero renegaron de la revolución. Pero en medio de la orfandad ideológica de fin de síglo -este crudo invierno sin utopías-, la hormiguita ha traído algo de comer. Quizá el problema esté ahora en que, así como el socialismo (si es que se trata de socialismo) no resultó posible en un solo país, esta reforma del capitalismo tampoco parece fácil de aplicar unilateralmente: la RFA no se atreverá a contener su crecimiento si no hay una dispósición similar en el conjunto de Europa, en Estados Unidos y en Japón.

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