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Un arzobispo australiano en la corte vaticana

Cassidy, el sucesor de Somalo como sustituto de la Secretaría de Estado

Hace calor en Roma, un bochorno tardío y pegajoso. Desde la ventana del despacho del sustituto del secretario de Estado se ve la plaza de San Pedro, en la que los peregrinos empiezan a concentrarse para asistir a la audiencia general de los miércoles. En la pequeña sala de visitas, muy sobriamente decorada, apenas un tresillo gris perla y un reloj de marquetería sobre el que campa fieramente un diminuto león de bronce, sólo desentona un teléfono modernísimo, lleno de teclas, colocado con pulcritud exactamente en el centro de una mesa de madera. Hace calor y la ventana que da sobre la plaza está cerrada.

Tres minutos de retraso, media hora de charla afable e interesada y dos interrupciones telefónicas. Edward Cassidy, arzobispo titular de Amanzio, sustituto de la Secretaría de Estado, mano derecha del Papa. En realidad, para los españoles, es el sustituto del sustituto por antonomasia: a principio de verano, Juan Pablo II decidió cambiar de colaborador íntimo, reemplazando al español Eduardo Martínez Somalo por Edward Cassidy, un australiano llano y directo, un cura poco zalamero y menos amigo de recibir zalemas.Conocí a Cassidy hace pocos años, cuando llegué como embajador español a La Haya. Él era nuncio allá y me pareció que estaba todavía traumatizado por la entonces reciente visita del Papa. El viaje había salido fatal, porque la Iglesia católica holandesa, o las iglesias católicas de Holanda, son de lo más levantisco desde que el cardenal Alfrink creara Pax Christi y pusiera al Concilio Vaticano boca abajo.

Cassidy, que es un sólido reverendo anglosajón, se escandalizaba, me parece a mí, de tanto terremoto. Es hombre sencillo y sin dobleces, que no gusta de manifestaciones excesivas. Nos llamábamos excellency el uno al otro, porque esa es la práctica diplomática; él venía a las cenas del 12 de octubre y yo iba a los discretos ágapes de decimonónica frivolidad que él daba en la nunciatura. Pero, sobre todo, nos reuníamos a charlar de los problemas de la Iglesia de los Países Bajos y, generosamente, me ayudó a comprender los misterios eclesiásticos de aquel confuso país confesional.

El primer día que le visité le pedí que me ayudara a entrevistarme con el cardenal Alfrink. Para entonces, Alfrink ya no veía a nadie: estaba retirado en una casita de bosque a las afueras de Utrecht, pensando y esperando la muerte, bebiendo té muy negro de una taza que sostenía en sus enormes y nudosas manos. Cassidy me ayudó a conseguir la primera entrevista con él.

Sentido común

Dirige la oficina del sustituto igual que presidía la nunciatura, con mucho sentido común, consciente de que su papel discurre por el discreto cauce de la ortodoxia vaticana. No se anda con circunloquios y nunca deja de mirar a su interlocutor con ojos inteligentes y que parecen grises: se sienta en un sillón directamente enfrente del visitante y no le pierde de vista.Nunca da la sensación de tener prisa. Más bien se cuadra en la butaca y escucha y habla como si tuviera todo el tiempo de¡ mundo. Sólo al final de la entrevista recuerda de repente que tiene otra visita. Cuando algo le hace reír, ríe con franqueza. Y habla inglés con una mezcla de irlandés y australiano y, con esa misma mezcla, habla bien italiano, español y, por lo menos, francés. Yo creo que alemán también.

El sustituto es el único personaje de toda la curia que sigue automáticamente en su puesto cuando es elegido nuevo Papa, y por eso, es el único al que no pueden hacer cardenal hasta que lo deja. En tiempos recientes ocupó el cargo el futuro papa Montini. El sustituto lo es todo: hombre de confianza (le nombra el Santo Padre sin consultar a nadie), redactor de discursos, secretario para todo, confidente siempre.

"Bueno, la verdad es que soy como un centrocampista", dice Cassidy, haciendo con las manos gestos de recoger aire de todas las direcciones. "Me vienen los asuntos de arriba, de abajo, de los lados. Y yo los reexpido". Sonríe. "Interesantísimo. Apasionante". Mira hacia la ventana. "Sólo echo de menos esas dos horas del final del día en las que puede uno relajarse, pensar más despacio y leer con reflexión. Qué le vamos a hacer".

Durante la Semana Santa pasada estuvo en Sevilla, viendo las procesiones. Luego, vino a Madrid, supongo que a descansar de tanto bullicio. No había estado en España desde 1967 y le asombra el cambio que observa. Le parece que la sociedad es más joven, más abierta, más europea.

Suena el teléfono. Lo descuelga, me mira, se levanta y se dirige hacia la puerta de su despacho privado. "Ahora vuelvo. Es the boss, ¿sabe?"

.¿La Prensa? No necesito una Prensa que esté siempre a nuestro favor. Para eso ya tenemos a L'Osservatore Romano. Lo que yo quiero es objetividad. Cuando tuvimos que aterrizar forzosamente en Johanesburgo, durante el último viaje de Su Santidad a África, todos los que íbamos en el avión vimos que, por el mal tiempo, era imposible aterrizar en otro sitio. Bueno, pues hubo periodistas que le buscaron tres pies al gato".

Sacude la cabeza. "Y pensar que en el discurso que había preparado para el Papa en Lesotho le hacía decir diplomáticamente: `Esperemos poder visitar Suráfrica cuando las condiciones lo permitan en un futuro no demasiado lejano'. ¡Vaya con el futuro no lejano!".

Ríe. No me ha llamado excellency ni una sola vez.

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