No cruzarse de brazos
La realización del espacio social europeo, afirma el autor, es una exigencia prioritaria del sindicalismo, convencido como está de que el gran mercado interior sólo tiene sentido si conduce a mayores cotas de bienestar para los trabajadores y trabajadoras en términos de empleo, condiciones de vida y calidad de trabajo.
Para exponer algunas consideraciones, sobre la realización del espacio social europeo es bueno comenzar por preguntarnos dónde estamos. O sea, ¿hemos avanzado lo suficiente hacia la cohesión económica y social indispensables para asegurar el éxito económico? Evidentemente no ha sido, así, y ello surge de varias constataciones.Una es la falta de voluntad de los Gobiernos para adoptar una legislación comunitaria, porque, afirman, "la realidad social de cada país es muy diferente", cuando lo es también en todos los demás aspectos, sin que sea obstáculo para que se promulguen casi diariamente normas homogeneizadoras que van desde el nivel de ruido de las motocicletas hasta la regulación de la actividad bancaria.
Es conocido que la construcción europea se concibió en un comienzo como un proceso fundamentalmente económico en el que las cuestiones sociales no han ocupado precisamente un lugar preferente. Resulta ilustrativa en este sentido la escasísima referencia a ellas en el Tratado de Roma, de 1957.
Posteriormente las presiones sindicales y las propias exigencias del proceso de integración condujeron a la promulgación de algunas normas -directivas y reglamentos- y a que el Acta única de 1986 llenase en parte el vacío del texto fundacional.
Pero seguimos sin un verdadero conjunto normativo que asegure derechos mínimos a los trabajadores y trabajadoras europeos, y las recientes cumbres comunitarias no han realizado avances significativos. Así, mientras la de Copenhague fue un fracaso, la de Bruselas permitió, es cierto, un avance en la importante cuestión de los fondos estructurales, pero la de Hannover no emitió a la comisión los mandatos concretos que esperábamos.
En esas cumbres parece que la señora Thatcher exhibe su conocido rechazo frontal a esa "nueva jerga" del espacio social, pero parece también que tan conservadora gobernante sirve de excelente pretexto para no producir avances en este campo.
Por otra parte, el proceso de diálogo social de Val Duchesse, impulsado decididamente por el presidente Delors, no ha producido resultados tangibles por la cerrada negativa de los empresarios a asumir cualquier tipo de acuerdo vinculante de ámbito europeo.
A ello se suma, y ésta es una tercera constatación, el constante reenvío de muchas cuestiones claves entre los Gobiernos comunitarios y la comisión, una táctica de pimpón demostrativa de la falta de interés en elaborar un derecho social comunitario. El decepcionante informe de Marín no ha puesto mejor las cosas.
Existe, por tanto, un claro desfase entre una integración económica acelerada porque se le ha puesto fecha, 1993, y la constitución de un espacio social que se pretende dejar para una segunda etapa que no se sabe cuándo vendrá.
Ante esta situación la preocupación de los trabajadores y trabajadoras aumenta, y esto es perfectamente comprensible en tanto en cuanto las repercusiones del mercado interior no irán necesariamente a mejor por la propia inercia de las cosas.
En materia de empleo, por ejemplo, el Informe Cecchini subraya que la etapa final de la construcción europea puede implicar, si se producen determinadas circunstancias, la creación de hasta cinco millones de puestos de trabajo. Pero añade, y esto se ha publicado menos, que de entrada se producirán 500.000 parados más. Y en el caso específico de nuestro país, un reciente informe oficial presentado ante la Comunidad Europea, en contra de otras triunfalistas versiones, ha dado una voz de alarma: ¡la apertura de los mercados pone en peligro nada menos que una veintena de sectores industriales y están amenazados en torno a 800.000 puestos de trabajo!
Son motivo de preocupación, por tanto, las negativas repercusiones que puede tener a corto plazo el Acta única en aspectos muy concretos que conciernen a millones de ciudadanos y ciudadanas.
El 'doping' social
Está, por una parte, el problema de la competitividad de nuestra industria y nuestros servicios, que deberán desempeñarse en mercados totalmente distintos a los que han conocido en el pasado y que no puede afrontarse con la falsa alternativa de procurar mano de obra más barata, como es la constante propuesta empresarial, e incluso de ciertos círculos de la izquierda, sino, precisamente al contrario, con una concepción europea de la productividad basada en la coordinación de las políticas económicas, en la realización de obras de infraestructura imprescindibles y en la mejora de la calidad de los productos.
No es la práctica del doping social una vía correcta para lograr mayor competitividad, sino la de motivar a los trabajadores a través de mayor estabilidad y mejores condiciones en el empleo.
Por otra parte resulta imprescindible afrontar con la mayor decisión la necesidad de mejorar el sistema de formación profesional, aspecto en el que España exhibe un grave y negativo diferencial con los países más desarrollados. Según estimaciones, del total de 14 millones de personas que componen la población activa española, ocho millones, el 57%, carecen de titulación profesional reconocida.
La libre circulación de trabajadores puede colocarnos en situación inversa a la de hace años, o sea, no de enviar emigrantes a los países industrializados, lo que ya no es posible, sino de recibir técnicos extranjeros cualificados que no tengamos aquí en la cantidad necesaria porque nuestro sistema es incapaz de proveerlos.
En definitiva, para afrontar los desafíos que se nos presentan la reivindicación de los sindicatos pasa por un espacio social europeo que debe construirse simultáneamente con el proceso de liberalización de los mercados y estar indisolublemente unido a él.
Propugnamos con ello una idea de Europa en favor de la cual asumimos la iniciativa, pues no podemos abandonar su construcción en manos de las fuerzas conservadoras, como, por desgracia, hace la izquierda política, que carece de un proyecto conjunto para 1993.
En la lucha por este objetivo, la Unión General de Trabajadores está en la misma nave con el conjunto de las organizaciones europeas.
Para ello será necesario hacer más efectiva la vía de la negociación con los empresarios, que deben modificar su actitud y asumir la posibilidad de que se suscriban convenios colectivos de ámbito supranacional en momentos en que las empresas y el conjunto de la economía se internacionalizan cada vez más.
Es necesario, a este efecto, potenciar y dar mayor capacidad de acción sindical a la Confederación Europea de Sindicatos (CES) como un instrumento imprescindible para defender los derechos de pensionistas, desempleados y asalariados, con una estrategia de cooperación superadora de los egoísmos nacionales.
Pero el Consejo de la Comunidad debe asumir también sus propias responsabilidades y establecer una regulación social, como lo hace en otros campos. El Libro Blanco, sin ir más lejos, habla de 300 directivas sobre materias económicas e industriales.
Para ello es fundamental un compromiso político de los Gobiernos comunitarios, que deben mandatar expresamente a la Comisión para elaborar las garantías normativas mínimas individuales y colectivas -en materias como la protección ante los contratos atípicos, la salud laboral o el derecho de negociación colectiva- que todos los trabajadores europeos deben tener, asociar a la CES a la elaboración de las políticas comunitarias con impacto social y establecer los derechos de información, consulta y negociación en las sociedades o grupos a escala europea o transnacional.
Cruzarse de brazos a la espera de que el mercado lo solucione todo es una política cómoda por ahora, pero sus consecuencias a largo plazo pueden afectar al propio proceso de integración europea.
es secretario general de la Unión General de Trabajadores.
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