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La casa y la calle

Aún recuerdo mi profunda impresión cuando visité por primera vez una casa holandesa. Allí se respiraba una belleza recogida, un esplendor discreto, una perfección idéntica y, sobre todo, una atmósfera de quietud bienhechora para quienes veníamos de la zozobra, de las de sazones cotidianas de la vida española. En contraste la vida de las calles era apagada, mortecina, apenas sin gente, y las pocas personas que encontrábamos en aquel paseo al atardecer caminaban como queriendo escapar de ellas. "Parece una ciudad medieval azotada por la peste", me comentó el doctor Francisco Herrero Martí con sarcástico humor. Sí, realmente llamaba la atención aquella rica intimidad de la casa con el de solador vacío y la tristeza de las calles yertas, tan diferentes de las nuestras llenas de animación y vida. El secreto encanto de los interiores holandeses se reflejaba ya en los cuadros de Gabriel Metsu, Peter Hoogh y culmina en La muchacha leyendo una carta, de Vermeer. ¿A qué responde la organización casi perfecta de estos interiores que parecía se hubiese construido el inmueble para los muebles, y me hicieron recordar el desapego y abandono de los hogares latinos? A la íntima sugerencia romántica medievalista de una burguesía señera, arrebatada de entusiasmo por la forma extraña de los objetos retirados de viejos castillos que descubría en los antiguos depósitos para adornar con ellos sus salones. También los enormes armarios constituían un reducto que separaba cada habitación de la casa. Así surgió la concepción del hogar como parcela amurallada e inviolable de la persona. Home, sweet home, de la burguesía inglesa, expresa la defensa acérrima de la intimidad contra la curiosidad invasora de la mirada ajena. La nueva clase tenía verdadero espanto de los grandes edificios, y el mismo carácter de los muebles imperaba en las construcciones urbanas. En este sentido dice Le Corbusier: "La ciudad fortificada era hasta esa fecha la norma que paralizó el desarrollo del urbanismo". El ideal ético-estético de esta burguesía fue el intimismo, o sea, el apartamiento del tumulto y los peligros que conlleva. Por ello creó interiores armoniosos donde vivir y regocijarse en una sólida seguridad, sin que nada altere el ordenado fluir del tiempo, "como previendo una futura lucha de clases, antes de que el proletariado entrara en escena" (Lukaçs). Por otra parte, esos interiores bellos, artísticamente decorados, predisponen a soñar y al suave esparcimiento. La esencia del burgués consiste en este nihilismo de la contemplación gozosa y pasiva de los muebles, cuadros y objetos que componen el escenario de su vida. Todo está distribuido dentro de la casa para crear apartamentos íntimos, lo que nos lleva a pensar que los arquitectos se propusieron construir también fortalezas dentro del interior habitable. Claro que esta ordenación podía ser fortuita, pero cuando se repite en todas las casas ya no es mera casualidad. En general, responde a un espíritu de autodefensa contra la posible enemistad de un vecino, y hasta de un familiar con el que se convive y cuyo carácter violento se teme. Es evidente que la distribución de las casas y sus interiores obedece a un subconsciente colectivo de hostilidad recíproca de las individualidades dominantes que chocan entre sí. El fin que se propuso la burguesía fue crear interiores artísticos para tener un hogar propio en el espacio familiar. "El arte es sentir nostalgia y, al mismo tiempo, estar en casa. Esto debe entenderse como una ilusión" (Kierkegaard). Es la fórmula ideal de vivienda humana que evoca el seno materno, frente a la interpretación histórica que se inicia con la cueva paleolítica en la que el hombre se protegía de la amenaza de los animales y tormentas de la naturaleza. El recuerdo de esos refugios herméticos en los que se ha vivido no desaparece del subconsciente humano y permanecía como una aspiración. Pero es al final del siglo pasado cuando el hombre realiza este secreto deseo, creando en la propia casa el círculo inviolable de su intimidad.

Los interiores reflejan nuestro ser y en ellos nos contemplamos satisfechos. En Diario de un seductor (Sören Kierkegaard) la descripción de las habitaciones, mobiliario y ambiente de la casa espejan la historia de un sentimiento amoroso. El yo se expresa a través de los objetos porque nada de lo que hay en una casa es extraño a los seres que la habitan y todo revela una biografla o una leyenda de las persorias que la habitaron. Ahora bien, de este refugio hogareño que el hombre encontraba en sus habitaciones, se pasa a la alienación del yo, dice Marx en Economía y filosofía, a sentirse ajeno y extraño en su casa. Este fenómeno real quizá se deba al acortamiento. progresivo del espacio de la vivienda, y al no poder proporcionar a los jóvenes de hoy la íntima seguridad que ofreció la casa a sus padres, salen a vivir en la calle todos sus deseos insatisfechos. La estrechez de los apartamentos obliga a una mayor perfección decorativa en menos espacio. Los muebles son más pequeños, con curiosos y pintorescos escondrijos para guardar secretos, pero los espejos, cortinajes, porcelanas siguen deleitando los ojos. Así los nuevos interiores manifiestan una organización esmerada y cuidadosa de la razón, para lograr mayor comodidad. Sin embargo, esta identificación progresiva del hombre con los objetos que le rodean anuncia una nueva alienación del yo: crear un satisfactorio estado de aislamiento con las propias cosas que lo aprisionan, limitan, y puede desembocar en una esquizofrenia.

Sin llegar a esta fetichización extrema, podemos gozar íntima y sosegadamente de nuestra biblioteca, muebles, mullidas alfombras, amplios sillones y de las lámparas encendidas en la oscuridad de la noche que reflejan tal como son nuestros rostros. En fin, disfrutémos de la soledad íntima y reflexiva que nos ofrecen los interiores de nuestras casas. "¿Quién no ha soñado en sus horas de ocio construirse un apartamento modelo, un domicilio ideal, un rêvoir?" (Baudelaire). Pero no debemos clausurarnos en estas fortalezas de la interioridad invisible. Salgamos a la calle a regocijarnos con el espectáculo de la vida, frecuentemos tertulias, compartamos con los otros nuestras penas y alegrías, entreguémonos a gozar al humano modo, y dejemos la soledad huraña empobrecida para las gentes que la deseen... Prefiramos siempre la unidad de los hombres a la separación ensimismada y egoísta.

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