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El misterio de la mujer

Sobre el papel de las mujeres en la historia y en la inquieta sociedad que se encamina al 2000 versa la Carta apostólica de Juan Pablo II sobre la Mulieris dignitatem. Un texto pasmoso. ¿Exagero? No creo. Por primera vez en 2.000 años de cristianismo un Papa redacta un documento apostólico sobre la mujer (según parece, inicialmente iba a ser una encíclica). Y lo hace de su puño y letra, con esa apasionada fuerza estilística que le conocemos. Alzo la elegante portada de color marfil, con el escudo papal en lo alto en sepia (la editorial más chic del mundo), y leo de un tirón las 115 páginas que componen el texto, subdivididas en nueve capítulos (más la introducción y el epílogo), desplegados con rigor intelectual. Lectura, la mía, no de teóloga, como es evidente, sino de laica que se ha pasado la vida debatiéndose, como otras muchas, con las dificultades de existir.He conocido demasiado de cerca, y desde dentro, el feminismo, con sus víctimas, sus mutiladas y también con esa pizca que ha quedado bajo las cenizas después de la gran insurrección que sigue a 1968, para no comprender que en esta Carta apostólica hay una respuesta. ¿Sucede hoy al posfeminismo (época del reflujo) un neofeminismo (de inspiración ecuménica, cristiana) que permite vislumbrar a las mujeres, sobre todo a las europeas, una alianza con el Vaticano y su protección "para la defensa, muy actual, de los derechos de la mujer" (capítulo IV)? Tal vez. El feminismo de los años setenta atacó frontalmente a la Iglesia, como si Roma fuera el punto de apoyo de la palanca que acabaría con la inferioridad femenina en la sociedad. Era un blanco dudoso. No obstante, sin la rabia y la locura del feminismo, ¿sería imaginable una arenga tan firme como la de Wojtyla en defensa de las mujeres, de su genio incluso? No es casual que en la introducción el Papa recuerde justamente esos años, el concilio Vaticano II, donde se afirmaba que "la mujer (...) adquiere en la sociedad una influencia, (...) una irradiación nunca alcanzados hasta ahora".

Wojtyla saca a escena a las mujeres de los Evangelios y las mueve como en un drama, eligiendo episodios y diálogos. Hoy, con el ocaso de la ideología marxista, que modeló la falsa Eva de la militancia política, pero también con el descubrimiento de la dinámica del inconsciente, el documento posee una singular actualidad que turba a algunos (como a mí), que perturba a otros (machistas, eclesiásticos, beatos, laicos, otras mujeres quizá). Su constante referencia al "misterio de la mujer" ¿no reintroduce acaso a Freud en el continente negro (continente inexplorado de la femineidad), que fue también eje del pensamiento de Lacan?

Un razonamiento concéntrico, casi enrollado en espiral (al estilo de Von Balthasar), rige cada uno de los siete capítulos centrales, en los que el Wojtyla ex profesor de moral de la universidad de Lublin utiliza los modernos instrumentos de la sociología y la antropología para llegar a la demostración, casi obstinada, de la misma tesis: la superior dignidad de "lo que es característico de las mujeres", de "lo que es femenino": "la unidad de los dos", concepto que Wojtyla desarrolla con finura teológica, está en la fundamental igualdad (también en el matrimonio) y responde explícitamente a la reivindicación femenina-feminista de eliminar "toda discriminación de las mujeres".

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La total ausencia de moralismos y de pedantes admoniciones, una especie de amorosa disposición que guía el texto (recuerda Amor y responsabilidad, obra de juventud), demuestran la validez de la idea de Françoise Bolto (la célebre analista francesa, muerta hace un mes, que psicoanalizó el Evangelio): "Jesús arrastra hacia el deseo y no hacia una moral".

Todas las mujeres de Jesús son convocadas en un capítulo muy hermoso, el quinto: está la madre en las bodas de Caná, la pasión amorosa de la Magdalena, la sed de agua divina de la samaritana, la misoginia contra la adúltera, la generosidad del don de perfume de la mujer de Betania. "Las mujeres son los primeros testigos de la resurrección, llamadas a anunciarla a los apóstoles", anota Juan Pablo II. Y sin embargo, ellos "se admiraron de que Jesús conversara con una mujer" (Juan, IV, 27) es la espléndida cita elegida para titular esta parte.

(Flash de la memoria: cuando visité al Papa en Castelgandolfo, para mi libro sobre Europa Di là dalle porte di bronzo [La mujer de la maleta], su encopetado séquito se impacientaba en el umbral del salón. ¿Se admiraban o temblaban con esa santa indignación que Wojtyla comenta irónicamente?)

Cristo, sí, se muestra violento con los escribas, los fariseos, los que repudian a las mujeres, los que lapidarían a las adúlteras, los misóginos que las acusan de derrochar, mentir, fabular (incluidos a veces los apóstoles); en cambio, su relación con esas mujeres, interlocutoras privilegiadas, parece mucho más inefable. Desde María, que abre las páginas del Evangelio, hasta Magdalena, que las cierra, suerte de alfa y omega en femenino del libro, Wojtyla hace surgir una estela brillante de connivencia, de complicidad, de insensata confianza entre el hombre de Nazaret y las mujeres con las que se cruza por los caminos polvorientos.

Presencias amorosas o amigas, ninguna mujer lo persigue, lo tortura, lo insulta, lo juzga (el Papa salva incluso a la mujer de Pilatos) en este texto. El martirio y la muerte son cosa de hombres, de "enemigos políticos".

El Papa fija la génesis de la esencial igualdad entre los dos sexos a través de las palabras: "Se volverán profetas vuestros hijos y vuestras hijas" (Gl. 3, 1). En suma, para la mujer no hay ningún límite. Incluso en episodios archiconocidos como el de la Virgen que responde al ángel con el fiat puede verse cómo la mujer no sólo da pruebas de obediencia, sino también de autonomía de decisión. María no consulta a nadie. Jesús interroga, y todos los demás consultan, a la sociedad masculina, al partido, al poder. Ella toma sus decisiones sola (se vuelve profeta). Yo diría que la mirada de Wojtyla se hace espejo para una "criatura nueva" (II Cor.), incitándola al orgullo de la femineidad (palabra que reaparece sin cesar en su pluma).

El Papa da al traste con muchas viejas inferioridades y culpas imaginarias. En el capitulillo Eva-María (binomio insólito) afirma que no fue Eva la primera que pecó, ya que "el primer pecado es un pecado del hombre, creado por Dios varón y hembra". Como madre, la mujer "posee una específica precedencia sobre el hombre". Y en cuanto a la educación de la prole, Wojtyla valora el papel materno como "decisivo para las bases de una nueva personalidad humana". Frente a la "mujer objeto" (que fue atacada en vano por el feminismo), Wojtyla ve la tentación también en el marido cuando ignora la finalidad y el universo de la mujer que tiene a su lado y la hace objeto de poder. En el matrimonio (ésta es la novedad evangélica) no hay ya dominación del hombre, sino recíproca sumisión. La identidad femenina estriba en reapropiarse de la conciencia de su valor sin masculinizarse. Lo que resulta sorprendente es que las indiscreciones de la Prensa sobre este texto hayan distorsionado su carácter positivo, centrándose sólo en el no al sacerdocio de las mujeres (capítulo 7). Viriles comentaristas se indignan de la misoginia de Wojtyla. La superwoman debe ser también cura u obispo. Como si ésa fuera la última meta de la emancipación de las mujeres. Y no una sumisión más a una durísima jerarquía, la eclesial, dominada por el "abuso machista".

Woityla se proyecta, en cambio, hacia todas las mujeres. El drama se encamina a su final con el sorprendente agradecimiento del epílogo a todas las manifestaciones del "genio femenino aparecidas en el curso de la historia en todos los pueblos y naciones".

"Creo en el genio de las mujeres", me había dicho ya cuando le llevé mi libro recién dado a las prensas, acusándome de su fragilidad e imprecisión. No me atreví a contarlo. En este mismo periódico no lo escribí nunca por temor a los sarcasmos. Era el 17 de febrero de 1988.

Traducción de Esther Benítez.

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