Carrera

En la pista había seis corredores en línea esperando que sonara el disparo de salida para una carrera de cien metros libres. Ninguno de estos atletas era negro. Los corredores iban vestidos con traje azul, camisa a rayas, gemelos de oro, corbata de seda con pasador, zapatos de tafilete y todos llevaban la mandíbula bruñida con linimento de Paco Rabane. Estaba a punto de comenzar la gran prueba de velocidad y los seis finalistas olímpicos, que no eran sino banqueros de nueva planta, permanecían en la posición reglamentaria, agazapados como panteras, con la mente concentrada en la victoria, mientras por el ámbito del estadio el altavoz difundía sus nombres con el palmarés de cada uno, cosa innecesaria, puesto que el público que llenaba las gradas los conocía muy bien. La imagen de estos jóvenes financieros se había repetido a menudo en las páginas de economía en los periódicos y también en las revistas frívolas junto a las mujeres más hermosas. Nadie ignoraba la rivalidad que había entre ellos.Faltaban sólo unos segundos para que se iniciara la competición y la gente, gritaba cerrando las apuestas. El juez de la carrera levantó el brazo armado con una pistola. De pronto, sonó un disparo, y los banqueros salieron de estampida hacia la meta. Salieron todos menos uno, el cual había caído fulminado de un tiro por la espalda. Los otros huían dando furiosas zancadas, pero al instante se oyó un nuevo pistoletazo, seguido de otros dos. Cada proyectil dio en el blanco, de modo que tres corredores más fueron abatidos y el público los vio rodar ensangrentados por la palestra. Quedaba una pareja de banqueros que aún avanzaban con la boca abierta para ganar la carrera. Entonces alguien apretó otra vez el gatillo, y de los dos contendientes que restaban, uno se proclamó campeón y el otro quedó en la pista con la cabeza volada. El vencedor subió a la tribuna donde le esperaba el Gobierno en pleno, y allí fue condecorado. Se le impuso una medalla de oro y el presidente se fundió con él en un largo abrazo.
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