El medallero
EL PRESTIGIO de un país no se juega en una competición deportiva. Más aún: en los tiempos que corren, el prestigio de un país no se dilucida en ningún tipo de competición, salvo, probablemente, la económica. Carece de sentido, pues, lamentarse del eventual daño que a la imagen de España pueda haber causado la decepcionante actuación de la mayoría de nuestros atletas en los recién clausurados Juegos Olímpicos de Seúl. Países sólidamente asentados en el mundo -Suiza u Holanda- no sufrirán ningún quebranto en su dignidad ni en su proyección internacional porque uno de sus corredores de medio fondo no haya alcanzado una final olímpica. Sí lo pueden sufrir aquellos regímenes que utilizan su participación en eventos deportivos como instrumento de propaganda: las excelencias del sistema en cuestión quedarían corroboradas por la superioridad de sus gimnastas o sus atletas sobre los nacionales del sistema opuesto. Falacia desmentida sin contemplaciones por la realidad del puesto que cada cual ocupa en el mundo. El régimen comunista de Rumanía no dejará de ser el sistema aborrecible que es por muchas medallas que consiga su equipo de gimnasia femenina, mientras que Noruega no necesita de ningún entorchado olímpico para continuar siendo un país unánimemente respetado por la comunidad internacional.Con todo, la participación española en Seúl puede servir para meditar sobre la situación actual del deporte en nuestro país. El número de medallas obtenidas no revela de forma automática la cultura deportiva que existe en un país determinado. Algunas de las naciones situadas por encima de España en ese cómputo carecen incluso de lo que aquí consideramos indispensable. Las medallas, muchas veces, son triunfos del esfuerzo solitario de los atletas y no siempre se corresponden con los medios utilizados.
No son, por tanto, las medallas las que califican el grado de civilización deportiva de un país. Sí califica, en cambio, la presencia que se ha ofrecido en las diversas disciplinas y la calidad de esa presencia. En el caso español, lo reprochable no es el corto número de laureles conquistados, sino la pobre presencia ofrecida en la mayor parte de las competiciones en que se ha intervenido. Muy pocos atletas han conseguido un puesto en las finales de su deporte, y muchos, sin embargo, han quedado fuera de competición a las primeras de cambio. El balance español ha oscilado entre lo desastroso y lo simplemente lamentable.
Lo paradójico, no obstante, es que el deporte en nuestro país mueve grandes cantidades de dinero, y como negocio se le augura un futuro de grandes beneficios. Incluso ha habido deportistas que, pese a una intervención pésima, se han llevado de estos Juegos Olímpicos considerables honorarios. Es el caso, por ejemplo, de los jugadores de baloncesto, cuya posición final en la tabla no le ha ahorrado a la federación 10 millones de pesetas por nómina. No hay, por tanto, un problema financiero en el desastre deportivo español. Hay dinero suficiente, pero, al parecer, echado en un saco sin fondo.
El dinero del deporte, se ha dicho ya muchas veces, no revierte en el deporte. A pesar de las cifras astronómicas que se mueven, los espacios creados para la práctica deportiva, la política institucional y educativa, las facilidades que se ofrecen a un ciudadano medio, son desalentadores y paupérrimos. Y todo esto es exigible no con objeto de obtener trofeos en un escaparate olímpico, sino por la mejor salud de un pueblo. Lo demás vendrá por añadidura.
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