La meta
Algo existe en el espectáculo televisivo de los Juegos Olímpicos que los hace distantes y espectrales. Incomparablemente más fríos que las demás competiciones deportivas.Una conjugación de simpleza y de repetición, de disciplina y de cosa vista, les resta a las retransmisiones de esas pruebas gran parte de la pasión que correspondería a una reunión deportiva que por sus inversiones materiales, los medios de difusión a su alcance y el número de participantes que atrae es superior a cualquier otra. Tal como si padeciera alguna mutilación secreta que descaracterizara su naturaleza, la visión del espectáculo provoca muy pronto un grave malestar con sólo detenerse en ello.
En un primer momento no es fácil precisar qué sucede ahí, cuál es la causa. Qué factor ausente o qué sustancia presente es responsable de producir la impresión de hallarse ante Una naturaleza extraña. Pero gradualmente se advierte que la clave de lo que repugna en esa experiencia es la insistente y monótona reaparición de la victoria.
En toda competición deportiva, la excitación se llena de la efusión del triunfador y de la contigüidad del derrotado. Pero en estos juegos sólo se exhibe el éxito. Todo son plusmarcas, podios, banderas que se izan, pechos condecorados, himnos y clamores, con una tenacidad insoportable. Del argumento faltan las marcas del fracaso y la frustración, la desesperación y la injusticia.
El relato de la competición olímpica es una historia blanca, fabricada como una liturgia para devotos de la formación deportiva, o una historia ejemplar, hecha para niños. Lo que el deporte contiene de representación existencial parece extirpado de la escena.
Algunos realizadores de la televisión han comenzado a entender el problema y muestran el dolor de los que quedan abatidos; pero, en general, año tras año, día tras día, el tiempo olímpico es una secuencia donde el happy end inexorable del plusmarquista fornido hace a su vez más espectral la vida.
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