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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Europa de Thatcher

EL 23 de febrero de 1981, mientras España se debatía entre el bochorno y el susto y algún Gobierno amigo describía la patochada de Tejero como "asunto exclusivamente interno" de nuestro país, Margaret Thatcher hizo una vigorosa defensa de la democracia española, nos deseó lo mejor y nos brindó su apoyo. Esta actitud describe perfectamente al personaje. La primera ministra británica es firme en todo, incluyendo sus convicciones democráticas. Ellas pesaron más en su ánimo, en aquellas horas dramáticas, que cualquier rivalidad histórica o divergencia política. Ninguna otra credencial podría acompañar mejor a Margaret Thatcher en la histórica ocasión en que un jefe del Ejecutivo británico visita por primera vez España oficialmente. Bienvenida sea, pues, a un país que no gusta de olvidar determinados gestos.Los dos primeros ministros, la británica y el español, se conocen ya como interlocutores comunitarios. Felipe González es un europeo más convencido que Margaret Thatcher. La parcela de sacrificio nacional que exige su europeísmo no le crea, al menos de momento, los problemas sociales y políticos que los británicos plantean a su primera ministra. Las posturas europeas de ambos son respetables, y sería bueno que durante la visita madrileña se produjera un intercambio profundo sobre los problemas comunitarios que más separan al Reino Unido de la CE, tanto desde el punto de vista político (Próximo Oriente, por ejemplo) como desde el económico (la cuestión del Banco Central Europeo, entre otras). No en vano España presidirá la CE dentro de tres meses.

El importante avance de las relaciones hispanobritánicas en el último lustro, simbolizado en toda su magnitud por el viaje a España de la reina Isabel dentro de un mes, sigue lastrado por el insoslayable problema de Gibraltar. El nuevo clima de las relaciones hispano-británicas debe hacer que el contencioso deje de ser una losa para convertirse en punto de partida de negociaciones carentes de doblez y en las que las partes busquen soluciones imaginativas.

En el tema estratégico, los dos Gobiernos se encuentran también en posiciones muy alejadas. Para la primera ministra británica, la defensa del mundo occidental exige un compromiso nuclear, de imposible cumplimiento en nuestro país. Para el Gobierno español, la adscripción al sistema estratégico de la OTAN se tiene que hacer superando considerables incongruencias y matizaciones internas. Para Thatcher, la defensa occidental no es pensable sino como monolito alineado detrás de EE UU. No concibe realmente la Unión Europea Occidental (UEO) de otra manera. Para González, en cambio, el pilar europeo es, con todas sus ambigüedades, el camino más abierto a las dificultades estratégicas españolas. La primera ministra ha dicho que si nuestro país quiere integrarse verdaderamente en la estrategia occidental debe comprometerse de una forma clara en el terreno nuclear. Con la advertencia ha querido hacer, de paso, un favor a sus amigos de Washington, inmersos en difíciles negociaciones con Madrid. No es la primera vez que el Gobierno estadounidense utiliza a aliados europeos para presionar en Madrid.

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Durante siglos, España y el Reino Unido influyeron definitivamente en la configuración del mapa del mundo, en una dura pugna que se saldó, en ocasiones, con largos y penosos enfrentamientos. Las cicatrices de esa rivalidad afloran periódicamente en expresiones de nacionalismo mostrenco. Pero, junto a esa tradición, la de los estudiosos británicos que recorrieron España desde finales del XVIII para estudiar nuestras lenguas y costumbres, predecesores de los hispanistas que iluminaron la noche franquista con espléndidas obras de divulgación -desde Hugh Thomas hasta Raymond Carr o Gerald Brenan-, ha ido tejiendo una trama de relaciones que constituyen un componente esencial de la cultura democrática española. Cuando comienza a hablarse de una identidad europea cuyo germen estaría en el Renacimiento, y su culminación, en la identificación con los valores de tolerancia y pluralismo propios de la democracia, ningún sentido tiene cegarse por divergencias políticas que, por lo demás, tienen más po sibilidades de resolverse en el marco de una reforzada unidad política europea. Aunque sólo sea, como quiere Margaret Thatcher, de naciones integradas sin renunciar a su soberanía.

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