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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOIRLANDA, MI QUERIDA ROSALEEN / 1
Tribuna
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Dublinenses

Era mediodía y yo había venido a Dublín para contar que la ciudado seguía en la misma esquina de Atlántico en que la dejaron una docena al menos de geniales escritores que nos antecedieron por el siglo y que insultaron y arriaron la urbe como cosa propia porque además lo era. Con ojo de notario miraba ya Grafton St. desde el parque de St. Stephen cuando el insulso pajarillo defecó mi mano, descortés: "Mierda", pensé, pues leyes antiguas y vigentes prohiben en el sitio la blasfernia y no era mal color el marrón para iniciar el periplo de aquel Ulysses irlandés que alguien dijo por ello haber sido inspirado desde los comentarios escatológicos de los retretes públicos. Una inolvidable nativa que desnudó hojas a un árbol próximo para ayudarme a limpiar el instrumento coritó, sin embargo, que sucedido era signo de suerte en la ciudad de hoy. Recordé entonces que la fortuna del paseante para Joyce era topar en Dublín con la caca de un caballo blanco, sin duda más nolesta que la que limpiaba ahora la nativa. Eran en todo caso signos de clara similitud que me devolvieron el consuelo estaba al fin en la evidencia de que Dublín seguía en la misma esquina del Atlántico. Y con éstas sobrepasé el parque.Pero por si al bueno de Joyce le asistían aún algunas de sus razones, me fui a jugar su propia suerte, que bien podía ser la mía. Para entonces era notorio que en la ciudad, además, de parajillos, había, sobre todo, iglesias,pubs y betting-stops (casas de apuestas), y en una de éstas jugué a ganador varios parrafos de esta crónica al tercer caballo de la quinta carrera del día. Un capricho. Porque a esas horas había oído ya sonar todas las campanas de todas las iglesias posibles, que en Irlanda son mucho más piosibles, y consumido alguna que, otra guinness. Se trataba de estar a la altura.

Bollitos e infusiones

Desde la esquina de Grafton, Bewley's, el coffee shop más querido de Dublín, esenciaba los sobacos de su torax comercial con ese olor característico a bollitos e infusiones en que se impregnaba una gente provinciana y amable que recorría escaparates de un gusto patinado aún de rigideces como el exterior de las casas georgianas que los amparan. Era neuralgia de una ciudad de superficie inmensa para apenas un millón de habitantes que abre su limitado corazón a la concurrencia pública a partir del cual la monotonía de la construcción unifamiliar indicará al visitante que la diferencia es excepción. Dublín viene de lejos, de tan lejos que celebra este año sus mil años, pero los restos góticos, vikingos, normandos o anglos que lo hicieron parecen reposar en la charca negra (dubb-linn) del río Liffey, que justificaría su nombre más conocido. Porque habrá de saberse que Dublín tiene tantos nombres que nunca acabaría de nombrarse: los doscientos mayúsculos incluidos en el Finnegans Wake (Dobbelin, Publin, Durblara ... ) y esos otros menores con que, el más vulgar ciudadano evita a riesgo propio la impersonalidad: querido, sucio, viejo Dublín. Pero aquí Dublín es sobre tado la fair city. In Dublin Jair city / wwhere the gir1s are so pretty... " ("En la bella ciudad de Dublín, / donde las muchachas son tan bonitas") empieza la canción de Molly Malone, conocida como el padrenuestro, comparación que en Irlanda tiene todavía algún valor. Al comenzar el año, yo mismo se la oí cantar a ese millón de habitantes que en la comunión de la tonada recorrió las calles que hace dos siglos recorriera Molly, una vendedora de Moore St., con su carga de almejas y mejillones vivos. Entonces se me hizo ver que Dublín era, sobre todo, una ciudad para pasear. Hay otra popular cantata que lo dice: "Dublín puede ser el cielo / con tomar un café a las once, / bajar caminando Stephen's Green. / Sin necesidad de prisas ni preocupaciones eres como un rey, y la señora como una reina". Como no tenía prisa y sólo la preocupación por la parte de mi trabajo que, para no ser menos que cualquier otro irlandés, me había jugado a las carreras, volví a vivir la sensación ahora de ser rey en el paseo de la capital. Y, como todo monarca, intenté la dignidad de la apostura. Porque sólo con la cabeza bien alta podrían observarse los cielos de Dublín, espectáculo a recomendar en el deambular sereno del viajero. Yeats, realeza de la poesía universal y uno de los tres premios Nobel de Literatura del siglo nacidos para insólito balance en esta villa, había adjetivado los mismos con términos que los dibujaban dorados, platas o rojos calientes. Pero si se tiene el privilegio de vivir su larguísimo twilicht (entre dos luces) en algún lugar de la bahía, el malecón de Dun Laoghaire o el elegante Dalkey quizá, se verá que el variado cromatismo de las alturas permite apostar por la continuidad de la poética sobre la propia tumba de Yeats: plomos con rojos, azules y oros como difícilmente habrán vuelto a combinarse que en un lienzo celeste

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Elegancia añeja

Pero ya he dicho que era mediodía y el impulso nervioso de la curiosidad de ahora se movía por entre edificios monocromos y pesados, testigos de una elegancia añeja propia de la segunda ciudad que fue del imperio británico. Viviendas rígidas de exterior rojizo y sólidos muros que han sido para tantos creadores símbolo de la parálisis social de la joven República, bastión europeo en muchos casos del inmovílismo religioso más caduco Con la mayor proporción de católicos practicantes del continente, Irlanda dota de muros a la cristiandad y los intentos frustrados de entronizar el divorcio y aborto legal en esta sociedad de muestran que los cimientos de Dios son de hormigón.

Grafton daba paso inmediato a la solemnidad del Trinity, fundado en su día por los ingleses para luchar contra la influencia del Papa y que en el curso de esa batalla perdida ha ido logrando un arsenal de tres millones de libros y una lista de egresados de excepción. Pero como el college vivía sus vacaciones no sonaba el órgano de la sala de exámenes, sus tubos graves traídos, se dice, de un galeón de Castilla y que ampara con su música la dignidad de un título en el nivel del de Cambridge o de Oxford. Grupitos de turistas, y bandadas de pajarillos (así se designan a los niños españoles que vienen por millares cada verano a estudiar la lengua y rompen con sus estridencias la calima de la ciudad) se interesaban en las evoluciones de unos jugadores de críquet sobre la alfombra de su campus, reducto al fin de la influencia inglesa. Pero no fue el viajero su atención en ello, pues Wilde, que es aquí autoridad predilecta, ya advirtió al caballero sobre las indecentes posturas del deporte en cuestión.

Un caballero haría bien en llegarse ahora al Brazen Head, testigo como tantos edificios de la actividad revolucionaria contra el odiado dominador inglés, superar el puente O'Connell en la actitud de respeto que merece el patriota de la emancipación y adentrarse por la calle del mismo nombre, cuya vulgar estética de neones y hamburgueserías no debe evitar al acceso a callejuelas como la de Moore, donde el fantasma de la aludida Molly se encarna en vendedoras de frutas y flores que con su habla barriobajera darían clase a directivos de multinacionales. Un caballero, mecido por las baladas de los músicos que se apostan en las esquinas de Henry St., haría bien en contrastar su ingenio con esas recreaciones de la Mallone capaces de vender una docena de once peras al mismo inventor de las peras. Se lo hicieron delante de mí a un americano con pinta de haber comprado antes el mundo: "Tengo entendido", dijo el hombre apercibido, "que incluso en Irlanda una docena de peras son exactamente doce". "Claro", respondió la vendedora, pero como la otra estaba podrida, ha decidido tirarla a la basura".

Seres de grandes recursos naturales para encandilar a pigmaliones desocupados como el que se ahogaba en la estilográfica de Bernard Shaw, otro dublinense ilustre, antes de hacerlo escena, reinas de una ciudad que ha hecho categoría de lo original, de esa excentricidad que, unida al ingenio, aquí se valora como en ninguna. El genial Swift, tras esa relación de amor-odio con su pueblo que tanto caracteriza a los creadores irlandeses, pareció comprender al fin de tal manera a Dublín que en la muerte dejó su dinero para financiar un asilo de lunáticos. Como dean que fue del lugar, sus restos reposan en los muros de St. Patrick's Cathedral. Quiera su Dios que ni tanta rigidez pueda detener la visión satirizada de sus ojos selectos. "La indignación amarga que ya no puede lacerar su corazón" de que habla el epitafio no le impediría reconocer la tolerancia de la ciudad con la heterodoxia, de modo que los pirados de otros mundos son aquí seres cuya memoria goza de la consideración que se destina a los genios.

Genios literarios

Dublín, que dio ya genios literarios para recordar hasta el mismo instante del juicio final en el que cree, recuerda también a Bang-Bang, un cow-boy que desenfundaba una llave para fingir el duelo y hacer reír a los ciudadanos; a Endyrnion, un pescador de peces de mentira por entre la verja sin mar del Trinity; a Breeze, que se trajo al país la dentadura postiza de T. S. Eliot, seguro de que habría de dictarle también sus propios versos. Son los llamados characters, una especie dublinense sobre todo.

A todo esto quedaba muy lejano el mediodía y el twilicht aproximaba su luz a las horas oscuras. Grafton seguía en el centro de tan provinciano mundo, y sus músicos callejeros, cada vez más solos, se acompañaban de tañidos de campanas que nunca dejarán de sonar en Irlanda. Tampoco el ruido de la cerveza al golpear contra el cristal de las pintas ni el de las máquinas apostadoras de las carreras de caballos. Yo tomaba una guinness cuando alguien contó al lado que la televisión acababa de ofrecer el entierro de un poni con el que cierto ciudadano (¿un character?) había compartido durante años la propia casa para solaz y juerga de los niños del barrio. Mientras vaciaba el correspondiente doble, alguien lamentó la pérdida, pues, como la caca del caballo blanco o del pajarillo, la del pon¡ provoca la suerte. Y luego estaba aquel pobre hombre desconsolado, sin nada que ofrecer a los chicos del barrio. A la mañana siguiente le mandé por correo el boleto de apuestas en el que había invertido algunos de los párrafos de esta crónica. La verdad es que nunca antes acerté siquiera un colocado.

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