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Paradojas en el país de las maravillas

Jorge G. Castañeda

Cuauhtémoc Cárdenas comenzó su campaña en el extremo opuesto al de Carlos Salinas de Gortari. Sus raíces históricas se encontraban, por supuesto, en el programa de su padre: el proyecto nacionalista, populista, social y estatista del cardenismo de los años treinta, y en las tesis posteriores en la figura histórica de Lázaro Cárdenas ya alejado de la presidencia. Su base geográfica y social convergían: el Estado de Michoacán y los campesinos desamparados y golpeados por años de crisis, descuido y corrupción. Por último, la marca distintiva de la campaña neocardenista se hallaba en el rompimiento de un grupo de priistas con el partido del Gobierno y en la oposición de éstos a las políticas de "modernización económica" y apertura al mundo del Gobierno de Miguel de la Madrid.Pero las características de la campaña de Cárdenas no podían ser ajenas a la suerte de la campaña de Salinas. Conforme Salinas abandonaba el centro izquierda y el cambio democrático, Cárdenas se desplazaba hacia ellos. En la medida en que se estrechaba la base social de Salinas -perdía a los intelectuales, a la juventud, a las clases medias, a la burocracia gubernamental-, Cárdenas ampliaba la suya. Mientras que Salinas subrayaba su programa económico, que se convirtió de hecho en su única bandera, cortejaba a los empresarios como único sostén y se rodeaba de dinosaurios -los viejos cuadros del PRI-, Cárdenas, al poner el énfasis en la democracia, de hecho subordinaba -quizá de manera inconsciente- su nacionalismo económico efectivamente arcaico a la modernización democrática y honesta. Sin abandonar a los campesinos que lo sostuvieron al principio, empezó a concertar el apoyo masivo de los sectores desencantados con el PRI-Gobierno: las clases medias urbanas, la Juventud, la intelectualidad, ciertos sectores del movimiento obrero, los millones de empleados o funcionarios federales, base social del sistema político.

El parteaguas de la saga cardenista fue tal vez el mitin en la Ciudad Universitaria el 26 de mayo. Ciertamente, las simpatías que su candidatura había suscitado entre los estudiantes y dentro del profesorado ya eran indiscutibles. Sin embargo, el simbolismo del acto rebasó esa afinidad preexistente. Cárdenas había trocado su base rural y su programa económico vetusto por un apoyo de masas urbanas, y una reivindicación democrática intangible pero no por ello abstracta. Por default pasó a ser el candidato de la modernización y del cambio democrático, tanto por la composición de su base social como por su intuitiva identificación del tema modernizador por excelencia: la democracia, no la economía, la sencillez y la austeridad, no la arrogancia y el derroche de un aparato que ya había ahogado a Salinas.

Cuando llegó el 6 de julio y se inició en la Secretaría de Gobernación la farsa electoral que avergonzaría a todos los mexicanos ante el mundo entero, la permuta original quedó plenamente confirmada. Salinas apareció, en el mejor de los casos, como la víctima del fraude, de los dinosaurios y del arcaísmo mexicano, y como el depositario de las boletas -mas no necesariamente de los votos- del México rural. Cárdenas emergió como el adalid del respeto por el voto, como el gran unificador de una oposición dividida en cuanto al fondo pero unida por su lucha a favor de la democracia: recibe la adhesión masiva del país urbano y, sobre todo, del México que votó en condiciones de vigilancia.

Cambio de papeles

Se consuma el intercambio original: el país identifica el futuro con Cárdenas y a Salinas con el pasado. Sólo algunas redacciones de la Prensa internacional mantienen viva la llama del reformismo salinista. No es justo, pero de tantas injusticias que hay en México ésta resulta estar entre las menos perniciosas.

Si ésta es la historia de cómo llegó México a la encrucijada actual, también encierra la clave de lo que traerá el porvenir inmediato. La etapa actual tiene tres vertientes: la política, la electoral y la jurídica. En las tres se repite el síndrome de k transposición de papeles.

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En lo político, Cárdenas moviliza al país, en la provincia y en la capital, con un comportamiento moderno: busca un respaldo abajo, abierto y directo. Salinas se refugia detrás de los apoyos formales de los sectores más obsoletos del sistema político y de los jefes de Estado del exterior. en una nueva interpretación de la doctrina Estrada: mientras más reconocimientos extranjeros, mayor legitimidad. En lo electoral, Salinas reivindica un triunfo que a casi un mes de los comicios no ha sido avalado por la totalidad de los resultados casilla por casilla; a estas fechas aún no han sido divulgadas las cifras de votación de más de 25.000 casillas, esto es, casi la mitad. Cárdenas toma sus distancias frente a su planteamiento original y aventurero de haber ganado y sólo insiste, en alianza con la oposición de derecha, en que se cuente todo de nuevo.

En la contienda jurídica es donde aparece con mayor claridad hasta qué punto quien fuera el candidato de la modernidad quedó preso del más trasnochado anacronismo mexicano. Para ser proclamado presidente electo Carlos Salinas, o cualquier otro candidato triunfante, requiere de una votación aprobatoria de la mitad más uno de los integrantes de la nueva Cámara de Diputados, erigida para ese fin en colegio electoral. Los resultados iniciales de la elección para la Cámara Baja arrojaron un saldo de 260 diputados para el PRI y 240 para la oposición en su conjunto.

Esta cifra todavía puede variar, aunque de manera limitada, gracias al increíble candado menor que impone el código electoral y según el cual el partido con una mayoría relativa de votos automáticamente dispone de una mayoría absoluta de los escaños. El PRI puede perder algunas diputaciones que le fueron prematuramente adjudicadas o, sobre todo, puede ver menguado el porcentaje de votación que le corresponde si se anulan los comicios en los Estados donde el fraude fue demasiado aparente y extenso: Guerrero y Puebla, quizás Oaxaca.

Dada la polarización del país y el acuerdo -probablemente irreversible- entre las facciones de la oposición de votar en contra de la proclamación de Salinas, la mayoría priista será de lo más exigua. Por tanto, crecerá proporcionalmente el margen de dependencia del presunto presidente frente a cada diputado y sector partidario. Cualquier grupo de cinco o más congresistas del PRI -sindicato petrolero, maestros, movimiento obrero en general, etcétera- adquiere así un virtual poder de veto sobre la elección de Salinas.

Los 'candados' de Salinas

En otras palabras, Carlos Salinas se convierte, al final de la jornada electoral, en auténtico rehén de los sectores más retrógrados a los que había jurado combatir. Sin su consentimiento, simplemente, no llega a la primera magistratura. Y como esos sectores son todo menos ingenuos o inexpertos, el precio de su anuencia no sólo será oneroso: implicará otros candados que aseguren que cualquier trato no pueda ser violado después, una vez instalado Salinas en el palacio presidencial.

Cuauhtémoc Cárdenas seguirá gozando de la simpatía de la modernidad por lo menos en su rechazo al fraude. Se mantendrá en posesión del arma que más hiere a Salinas: la base social del programa de Salinas es el electorado de Cárdenas; el respaldo real de Salinas constituye el principal obstáculo a la aplicación de su propio programa. La modernización verdadera sólo es posible con el auxilio de Cárdenas; el precio de ese auxilio es altísimo, quizá mayor que el que cobren los llamados dinosaurios. Existe un irreductible antagonismo entre los candidatos, sus programas y sus electorados; impera a la vez una complementaridad natural entre esos mismos programas y esas bases sociales. No hay salida más que en un acuerdo entre ellos; pero no hay acuerdo posible sin concesiones mayores, tremendamente dolorosas para ambos candidatos y para los sectores que los respaldan.

El consenso mexicano se rompió para siempre. El sistema de antes funcionaba con mayorías abultadas, reales o fraudulentas, pero eficaces. Desde el momento en que el país se divide ya en partes más o menos iguales -de haber habido un proceso electoral limpio de principio a fin (campaña, medios, recursos, padrón, conteo, etcétera), es difícil afirmar quién hubiera ganado, pero es fácil saber que Salinas hubiera obtenido muchos menos votos, y Cárdenas y Manuel J. Clouthier del Pan muchos más- el consenso desaparece.

En su lugar surgen la negociación, los desacuerdos, los vetos formales y virtuales, la alternancia y un poder compartido, política -cámaras electas mediante nuevas elecciones, medios de comunicación, leyes de reforma sindical y recursos- y regionalmente -el distrito federal con autoridades electas, varias gobernaturas estatales-. Son los vicios y delicias de la democracia representativa, parlamentaria y a veces paralizante.

La historia siempre avanza por donde menos se la espera, y las paradojas que pueblan el paisaje mexicano de fin de siglo son deslumbrantes. Nadie hubiera pensado que quien terminara por derrumbar el sistema político que en parte fundó Lázaro Cárdenas fuera precisamente su hijo. Quién se hubiera atrevido a pensar que el segundo gran jalón modernizador del país en este siglo pudiera proceder del hijo de quien consumiera la primera modernización del México contemporáneo. México, país de maravillas.

Jorge Castañeda es profesor de la facultad de Ciencias Políticas de la universidad Nacional Autónoma de México y miembro investigador de la Fundación Carnegie de Washington.

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