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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Astérix, en el estadio

EL INTENTO de aumentar el rendimiento físico mediante la ingestión o aspiración de determinadas sustancias es algo que viene de lejos: el maná bíblico era probablemente la flor de una especie de hongos existentes en la península arábiga, que en determinadas épocas del año flotan en el aire en forma de livianos copos blancos, como los vilanos, y que al ser aspirados disminuyen la sensación de hambre y de fatiga. Y hasta el héroe galo por antonomasia, Astérix, lleva siglos, como nadie ignora, ayudándose de una misteriosa pócima para derrotar semana tras semana a los poderosos romanos.El uso de la química en el deporte de alta competición dejó hace tiempo de ser un secreto, por más que el interesado tacitismo de organizadores, directivos y entrenadores haya mantenido al gran público a resguardo de cualquier mala conciencia respecto a los méritos de sus héroes. El gran vallista Edwin Moses consideraba hace años que aproximadamente el 50% de los atletas norteamericanos tomaba habitualmente anabolizantes.

De hecho, existen líneas completas de medicamentos cuya única aplicación práctica es la estimulación de los deportistas, habiéndose llegado a verdaderas maravillas de especialización: productos para aumentar la agresividad, para reducir la intensidad de las pulsaciones, para aumentar la masa muscular. O para enmascarar la presencia de otras sustancias detectables en el análisis, o para enmascarar a los enmascaradores ya descubiertos, en una escalada sin límite. La muerte del ciclista británico Tom Simpson en un Tour, a la que siguieron otras de figuras de diversos deportes, obligó a los responsables a tomar medidas, demostrándose en seguida que la pura persuasión de nada servía si no se acompañaba de la represión o su amenaza. Es decir, del control.

Pero, por alguna razón, el por Desmond Morris llamado deporte rey se ha visto hasta fecha reciente colocado en la inaccesible meseta de la ausencia de toda sospecha. Es decir, en la impunidad. En países como Bélgica tuvo que ser la iniciativa de las autoridades sanitarias la que lograra que se implantase el control antidoping. En la República Federal de Alemania, las denuncias contenidas en el libro del ex guardameta internacional del Colonia Harold Schumaccher, en el que aseguraba que el doping es práctica habitual en el fútbol de su país, provocaron su separación del equipo y, hecho altamente simbólico, la retirada de su condición de capitán: no se rompía el sable y se rasgaban las hombreras de los presuntos practicantes del doping, sino de quien hablaba del asunto en público. Con todo, el puritanismo de los dirigentes no impidió que el asunto turbase las conciencias de los aficionados y, como consecuencia del escándalo desatado, desde esta temporada, al igual que en España, habrá control en la Bundesliga.

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Una encuesta realizada la temporada pasada por una revista puso de manifiesto que el fútbol español no constituía una excepción: el 20% de los jugadores de Primera División reconoció haber tomado estimulantes químicos en alguna ocasión, y 7 de cada 10 futbolistas se mostraron convencidos de que se trataba de una práctica habitual. Un ensayo de control realizado en la temporada 1982-1983, que no dio ningún positivo, sirvió para acallar por un tiempo los escrúpulos de la gente, y hasta hubo algún entrenador poco sutil que dedujo de la experiencia que los controles no servían para nada porque su existencia disuadiría a los jugadores de tomar cosas raras y, por tanto, siempre darían negativo. No se daba cuenta de que era precisamente eso lo que se perseguía. Ahora, la asamblea del fútbol ha decidido implantar de manera sistemática el control, y ayer mismo se acordaron las modalidades de su puesta en práctica. Lo que está en juego es la limpieza en el deporte, la igualdad de condiciones entre los contendientes. Pero, sobre todo, la salud, y a veces la vida, de los deportistas mismos.

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