Convicción y reverencia
Quien haya visitado la vieja pinacoteca de Múnich recordará quizá el portentoso cuadro de Rubens donde Cristo y María Magdalena. se miran. En tal caso, le cogerá menos de nuevas el asunto que plantea una película pendiente aún de estreno en estas latitudes, saludada con tumultos contestatarios y hasta una oferta de comprar la productora para poder destruir el sacrílego celuloide. En Levítico, donde aparece por primera vez la frase "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (19, 18), viene precedida inmediatamente por otra que dice: "...pero corrige a tu prójimo para que no cargues con pecado por su causa". A fin de no cargar con culpa por Kazantzakis-Scorsese, muchos buscan algún tablón, le clavan un palo, pintan un eslogan, lo pegan con buena cola y salen a la calle a manifestarse.Sin embargo, el judaísmo sigue sin aceptar la llegada de un salvador, y es posible que, diciendo la misma frase, Moisés y Jesús no quieran decir la misma cosa. "Prójimo", por ejemplo, puede querer decir de tu mismo pueblo, en un caso, y del género humano, en el otro. Además, ¿dónde dice Jesús que juzguemos a los demás para no cargar con pecado por su causa? Más fuerte, incondicional y reiterado es el consejo "no juzguéis". En realidad, tan fundidos están el oro y el latón en los recuerdos conservados de Jesús que algunos sabios llegaron a hacerse ediciones personales de los Evangelios por el procedimiento de recortar a tijera, unir los fragmentos partiendo los temas y tirar a la papelera el resto.
Uno de ellos fue Jefferson, hombre tachado de ateo y, desde luego, anticlerical, que manejaba así "46 páginas de doctrinas puras y sin sofistería (...), el código de: moralidad más sublime y benévolo ofrecido al hombre". Estaba de acuerdo con Hegel, su contemporáneo, en que Jesús opuso al mandamiento el sentimiento; a la intolerancia, una disposición ética que no necesita luchar; a la obediencia nacida del temor, una confianza amorosa; al servilismo, la relación filial y el vínculo fraterno. En definitiva, opuso a las aspiraciones del Pueblo Elegido la esperanza de una Familia Humana. La religión mosaica siempre ha pensado que la Ley es lo supremo, y que la eticidad consiste en obedecerla meticulosamente; por eso el Talmud medieval se explaya en 613 preceptos, 248 positivos (de ellos sólo tres obligatorios para las mujeres) y 365 negativos. Frente a ese seco rigor, Jesús invocó el alma bella y su espontaneidad, violando la regla del descanso sabático, dispensando perdón, aplazando la ofrenda ante el altar porque estaba pendiente una reconciliación con el hermano. En lugar de la reverencia ante el amo absoluto sugirió un talante de amistad hacia lo que es. Siempre quiso poner al hombre más allá de la ley, porque "el Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo" (Juan 5: 22).
Me pregunto qué habría pensado el propio Jesús de quien le atribuyese alguna forma de pulsión erótica en algún momento de su vida. La ortodoxia da por hecho que tenía metabolismo -con la concomitante necesidad de ingerir, digerir y evacuar-, y que le eran familiares los ánimos humanos en general, desde la ira a la ternura, desde el temor al hastío. La pretensión de que su virtud queda menoscabada si a esos ánimos se añade la sexualidad es típicamente cristiana, y vale la pena advertir que no sería apoyada por el judaísmo. Aunque los fieles a Moisés esperan aún al Mesías, no exigen para empezar nada parecido a una inmaculada concepción suya, precedida por una inmaculada concepción de su madre. En efecto, el sexto mandamiento del judío dice: "No adulterarás", mientras el sexto mandamiento cristiano dice: "No fornicarás". ¿Por qué hay dos sextos mandamientos?
El que de pagano se llamó Aurelio Agustín, luego obispo de Hipona, nos cuenta en sus Confesiones "que manchaba el manantial de la amistad con la inmundicia de la concupiscencia y oscurecía su blancura con los vapores infernales de la lujuria" (111, 1, 1); avergonzado, algo más adelante, dice que logra superar la "torpeza" en las horas de vigilia, si bien no consigue rehuir sueños lascivos y hasta poluciones nocturnas. Ya su maestro, el apóstol Pablo, había exigido en una carta a los gálatas que no se embriagaran con el pretexto de comulgar, y no confundieran el amor recomendado por Jesús con "una conducta relajada y licenciosa". En esta misma epístola se encuentra la declaración más explícita y definitiva al respecto: "La carne está contra el espíritu en su deseo, y el espíritu contra la carne". También al escribir a los colosenses recomendó "hacerse sordo a los miembros inmundos sobre la tierra, para mortificarlos". Los miembros irunundos por excelencia son los genitales, pudendae, por más que incluyan también el sentido del gusto, el tacto, etcétera. Para lo sucesivo, la positividad sensual del cuerpo es algo que mancha, un miasma evitado cuidadosamente por los santos; el venerado Dionisio Cartujano, por ejemplo, chillaba de horror al acercársele una mujer si estaba solo, pero completaba la actitud devota con méritos como dormir de pie, o preferir alimentos en descomposición a los frescos.
Sin recurrir al dogma, no es incontrovertible que todo esto tenga su origen en enseñanzas de Jesús. Al contrario, parece venido de ciertas sectas hindúes y germinado en el credo puritano por excelencia de la antigüedad, que es el pitagorismo. Con los pitagóricos penetra la ecuación soma-sema, cuerpo-cárcel, que Platón -llamado por eso san Platón durante el medievo- presentó como superioridad de lo ideal sobre lo real. A juicio de esta corriente, sólo autoridades inflexibles podrán evitar que la ebullición de nuestros ánimos rebose en bajas pasiones. Otras corrientes consideran que semejante actitud delata una insania profunda, y a quienes alegan sentirse escandalizados por blasfemias contra el reino ideal les oponen la calumnia vertida por ellos contra el mundo físico donde nos ha tocado ser.
El asunto parece digno de un detenido examen, y que cada uno razone lo que le parezca más adaptado a la verdad. Pero quizá no sería ocioso hacer ahora hincapié sobre una diferencia no siempre bien perfilada entre las convicciones. Manifiestamente, a algunos les basta tener formado un juicio claro sobre cierto asunto para mantener su convicción, piensen como piensen los demás. Otros son manifiestamente incapaces de llevar con tranquilidad su convicción por dentro, si los demás no la portan por fuera, y la experiencia nos enseña que -si les dejan- montarán incluso sangrientos autos de fe contra la disparidad de criterio. Por eso es conveniente distinguir las convicciones no sólo por su contenido, sino por su naturaleza. Las que no exigen conformidad ajena prueban ser sólidas, y merecen el nombre de tales. Las que exigen conformidad ajena tienen muy poco de convicción y mucho de reverencia. En contraste con la unción y el fervor, que pueden subsistir sin testigos, el gran miedo que abona la reverencia se expresa siempre en gestos adaptados a la mirada de terceros.
Que Dios me perdone, pero ciertas convicciones merecerían dejar de llamarse tales. Su reverencia es tanta, y su concepto tan poco, que -por Cristo-más valdría llamarlas fanatismo.
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