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Ese hombre llamado 'mujer'

Con ocasión del sínodo de Lambeth ha reaparecido últimamente en la opinión pública la cuestión femenina. El encuentro que los obispos anglicanos celebran en Londres cada 10 años ha dado luz verde a la ordenación de la mujer. Es de esperar, además, que el futuro documento que anuncia ahora el cardenal Ratzinger vuelva a abrir el debate sobre: el papel de la mujer en la Iglesia católica.No se puede dudar que el feminismo es todavía una asignatura pendiente que tenemos tanto unos como otros: la familia y la sociedad, la política y la cultura, los creyentes y los no creyentes. Pero al menos ya no puede decirse que se trate del "problema sin nombre", como decía Betty Friedman en 1963. Hoy no solamente nos atrevemos a nombrar el problema, sino que estamos trabajando para darle una solución justa y respetuosa con los derechos de la mujer, en todos los campos y circunstancias.

Ya que hablamos de nombre y de nombrar, hay que reconocer de antemano que las mismas palabras nos engañan a veces. Ya se sabe: que el lenguaje tampoco es inocente, y que lleva en su entraña una cosmovisión que nos impregna desde la infancia. Me llama la atención a este respecto cómo tranquilamente se hace uso de un abuso machista del lenguaje, aplicando el nombre de la especie -hombre- a uno de sus géneros en exclusiva -el varón- Y así se leen c, se oyen expresiones como "los hombres y las mujeres...", "el hombre o la mujer...".

Esto refleja un machismo larvado que se nos viene grabando en el subconsciente colectivo desde tiempo inmemorial, y es tanto más grave cuanto que disponemos, si queremos, de un vocabulario adecuado, pudiendo usar la palabra hombre para la especie humana en general, distinguiendo entre va rones y mujeres, según se trate del sexo masculino o femenino Pero este uso es todavía tan desusado que a mí mismo, que vengo propugnando desde hace años esta solución, me resultaría violento decir, por ejemplo "Iba yo por la calle y me encontré tres varones...". Sin embargo, deberíamos hacer un esfuerzo para normalizar el lenguaje en este sentido.

Sucede, en cambio, que en la Biblia quedan las cosas claras desde el primer momento. En un contexto cultural tan paternalista y hasta machista como eran los semitas, y entre ellos los hebreos, en las primeras páginas del Génesis se presenta un relato etiológico sobre la creación del hombre que es verdaderamente revolucionario, tanto que es posible que hasta ahora mismo aún no hayamos sabido profundizar todo su contenido y desarrollar todas sus virtualidades. En Génesis, 1, 26-27, se emplean tres términos diferentes: uno, para la especie humana en su conjunto "adam", un singular con sentido colectivo; otro, para el varón: 1'zakar", que quiere significar el macho correlativamente a la hembra, y un tercero, para la mujer: "neqeba", la hembra correlativamente al macho. De modo que queda bien especificado que tanto el varón como la mujer son iguales, de la misma casta y del mismo origen, y que además forman conjuntamente el hombre.

Pero hay más. De ambos se dice en este relato que son imagen y semejanza de Dios: "selem", imagen plástica o semejanza material, y "demut", semejanza o imagen inmaterializada. Y el versículo 27 vuelve a insistir en que "creó Dios al hombre, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó". Nótese cómo usa el singular para el hombre, como un todo aunque plural, y el plural para ambos sexos, en cuanto individuos.

Aunque el pensamiento y las costumbres hebreas elevaron y dignificaron bastante a la mujer, en relación con las culturas de su entorno, aun así predomina en el Antiguo Testamento una concepción patriarcal de la vida familiar, social y religiosa. Este pasaje queda, no obstante, en la Torá, en el Libro de la Ley, como un tesoro escondido o como un material radiactivo que conserva durante largo tiempo su fuerza y su influencia. Es Jesús de Nazaret el que en su predicación vuelve a tomar y destacar este pasaje fundamental: "¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra?" (Mt, 19, 4).

Aquí Jesús lo aplica directamente a la indisolubilidad del matrimonio, para defender a la mujer, víctima de tantas injusticias a causa del libelo de repudio, pero el principio puede y debe aplicarse en todos los campos de la vida humana, incluido el religioso y el teológico. En primer lugar, porque sienta desde el principio y de manera radical la igualdad fundamental de la especie humana y de las dos formas sexuadas que la constituyen complementariamente. En la Biblia tenemos la carta fundacional de los derechos humanos, tanto del varón como de la mujer.

Pero es que además, en la revelación judía -¡y cuánto más en la judeocristiana!- se da una relación intrínseca entre la imagen de Dios y la imagen del hombre, entre la antropología y la teología. Como buen pedagogo, Dios se humaniza para acercarse al hombre. ¿Cómo podría entenderle de otro modo? El Antiguo Testamento está lleno de audaces antropomorfismos. Para la fe cristiana, esta condescendencia divina llega al paroxismo en la encarnación: Jesús de Nazaret es, al mismo tiempo y de manera completa, Dios y hombre. Nunca como en él, para entender a Dios debernos atender al hombre.

Ahora bien: ¿qué es el hombre? ¿No hemos recordado antes que no es solamente el varón, sino conjuntamente el varón y la mujer? Entonces, mientras ha prevalecido una concepción machista del hombre se ha podido dar un acento machista de la idea de Dios. De aquí que si, recuperamos lo femenino para integrarlo en la plena concepción del hombre podremos descubrir aspectos de Dios perdidos, olvidados o no desarrollados.

Se dice ahora, con toda razón, que Dios no es solamente Padre, sino Madre también. Hay un concepto que expresa muy bien el amor maternal de Dios hacia sus criaturas, débiles y deficientes: es la misericordia, que aparece aun en los profetas más severos del Antiguo Testamento, y que se desborda plenamente en el Nuevo. La raíz hebrea de dicha palabra -rahammim- procede etimológicamente de la placenta de la mujer. Ese sentimiento de ternura envolvente con el que la madre abraza durante nueve meses al hijo de sus entrañas se lo aplica Dios a sí mismo, y habla de "misericordia entrañable" o de "entrañas de misericordia" -casi una redundancia, una tautología muy expresiva-, para indicarnos que Dios es Padre y es Madre.

Recordemos aquí, para nuestro propósito, la frase de Jesús: "Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt, 19, 6). El hombre se ha dividido a sí mismo al separarse el varón de la mujer, y se ha degradado y mutilado como especie al humillar y oprimir a la mujer por me

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Ese hombre llamado 'mujer'

Viene de la página anteriordio del varón. También para la Iglesia encierra esto un mensaje e invita a una permanente revisión de vida. María de Nazaret puede ser para nosotros un símbolo y una urgencia, una llamada y una exigencia. Frente al hombre viejo, caído en el pecado -varón y mujer conjuntamente-, Jesús y María forman el hombre nuevo de manera indisoluble, en diversos momentos fundamentales de la vida del Salvador: en la encarnación, en el nacimiento y en la cruz.

¿Por qué extraña razón, si no, el evangelista Juan pondría en boca de Jesús, destacadamente y hasta descaradamente, la palabra mujer para dirigirse a María, en vez de la más lógica, de madre? ¿No podría aportar la mariología católica tina mejor comprensión no solamente de la mujer en la Iglesia, sino también una mayor riqueza del pensamiento teológico, partiendo de la comprensión del hombre nuevo completo, del varón y la mujer como imagen de Dios, aun con todos los matices que habría que hacer, por supuesto, sobre el valor único de la figura de Jesús?

Tanto en la sociedad en general como en la Iglesia, nos queda todavía un largo camino que recorrer hasta llegar a una humanidad nueva, basada en la igualdad, la justicia y la solidaridad, tanto entre los dos sexos como entre todos los individuos. Pero acaso deberíamos distinguir entre espejismo y utopía. Mientras que la utopía, que aún no vemos, nos tira hacia el futuro, pero obligándonos a trabajar ya en el presente, el espejismo, que creemos tener ya al alcance de la mano, simplemente nos promete una realidad gratuita y fácil, pero engañosa.

Por poner, dos ejemplos. En la vida social no basta con que la mujer pueda acceder al mundo del varón, en todas sus posibilidades, sino que es necesario que el varón se acerque también al mundo de la mujer. Así, está muy bien que la mujer pueda llegar a un cargo directivo en la fábrica o en la oficina, pero si además debe seguir llevando ella sola la carga de la familia y del hogar, más que una liberación supone una mayor esclavitud. ¿Por qué no puede hacer también el varón -no como un favor ocasional, sino como algo habitual- las tareas del hogar, en principio lo mismo que la mujer? La distinción tradicional entre labores masculinas y femeninas no sólo es injusta sino hasta clasista, como si un varón fuera menos viril porque tenga que fregar el piso. Ya sé que en las nuevas generaciones hay cierto cambio de mentalidad, pero parece que todavía abundan más los prejuicios anteriores; al menos en España.

Respecto a la Iglesia católico-romana, no sé si alguna vez se descubrirá la solución para las dificultades que hoy se encuentran en la posible ordenación de la mujer al ministerio pastoral. En este momento, en la inmensa mayoría del episcopado católico no pesan prejuicios antifeministas, sino más bien al contrario, como se comprobó en el Concilio, en el Sínodo Romano y en otras ocasiones. La dificultad principal hoy en día se encuentra en la práctica de Jesús y de los apóstoles, que en principio es normativa para la Iglesia. No se puede atribuir esta práctica únicamente al peso de la mentalidad y las costumbres de aquel tiempo, ya que Jesús rompió en este sentido con muchos tabúes que marginaban a la mujer. No es tan fácil como muchos lo ven, pero tampoco parece absolutamente imposible.

De todos modos, en la Iglesia católica del posconcilio no podemos encandilarnos obsesiva y exclusivamente con el sacerdocio de la mujer, como si fuera un espejismo, olvidando que entre tanto acaso estemos dejando sin cubrir grandes campos en los que podemos y debemos recuperar el tiempo perdido en el camino de la historia. Así, podríamos y deberíamos preguntarnos si estamos impulsando y colaborando para que el laicado en general, varones y mujeres, se incorpore realmente al ejercicio de la responsabilidad y de la corresponsabilidad en la Iglesia, según propuso el reciente Concilio y como el último Código de Derecho Canónico legaliza y normaliza.

El problema principal de la posible discriminación en la Iglesia, tanto del laicado en general como de la mujer en especial, no está, a mi juicio, en presidir o no la eucaristía y el sacramento de la reconciliación -aunque tenga su importancia la exclusión a priori de un sexo determinado-, sino en si pueden o no acceder a cargos de responsabilidad en las diversas instituciones de la Iglesia: congregaciones romanas, conferencias episcopales, curias diocesanas, parroquias, etcétera.

De acuerdo con el reciente Código, los laicos pueden recibir hoy muchas responsabilidades administrativas, litúrgicas y pastorales que antes eran impensables, como administrar una parroquia, predicar en el templo, bautizar, dar la comunión, recibir públicamente diversos ministerios, enseñar teología oficialmente con mandato del obispo, etcétera. El único caso en el que intencionadamente se excluye a la mujer -por la relación con el sacerdocio ordenado- es en los ministerios de lector y acólito, donde el texto original pone viri -varones- Pero en todas las demás hipótesis que afectan a los seglares, el Código dice simplemente -e intencionadamente- laici -laicos-; por tanto, varones y mujeres.

Acaso habría que separar más la ordenación al ministerio presbiteral de la capacidad para recibir responsabilidades de gobierno en la Iglesia, e incorporar a ellas progresivamente al laicado en general, incluida, evidentemente, la mujer. Entre el fatalismo paralizante y el espejismo alienante, podríamos seguir por el camino empinado de la utopía, duro y exigente, pero lleno de auténtica esperanza. Trabajemos unidos varones y mujeres, no para entronizar a la mujer ni para defenestar al varón, sino para salvar al hombre entero y verdadero. Ella... también es hombre.

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