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Praga 68: la reforma cercada

Antonio Elorza

Para unos y otros sirvió de excepción que confirma la regla. Con la intervención. militar el 21 de agosto de 1968, la Unión Soviética consagró la doctrina de la soberanía limitada para los países del Este - europeo, reforzando la imagen de un espacio cerrado en cuyo interior quedarían estabilizadas bajo su tutela las formas de organización social y política del socialismo real. Para la crítica occidental, el final abrupto del comunismo reformador también representó un alivio: venía a probar que las sociedades de tipo soviético eran irreformables y que ahí estaba, en cualquier caso, el hermano mayor para devolver las cosas a su sitio.No es preciso insistir en el cambio de perspectiva cuando la reestructuración soviética devuelve a la actualidad el tema de la transformación de las sociedades socialistas; las particularidades de la primavera de Praga se convierten ahora en piedra de toque para valorar las expectativas y los obstáculos que se alzan ante la perestroika.

La coincidencia más clara se da en cuanto a la génesis económica de ambos procesos, aunque la naturaleza de las respectivas crisis haya sido muy diferente, en Checoslovaquia se trataba de modificar un sistema que provocara el atraso relativo de la economía socializada, por contraste con aquellos países de Europa occidental que se encontraban a su mismo nivel en los años treinta. En la reforma económica para el relanzamiento de la sociedad industrial, pensada por hombres como Radovan Richta y Ota Sik, surgió la exigencia de superar el anquilosamiento político heredado de la era de Stalin. Para entender cómo fue posible que el impulso resultara encabezado -desde el propio partido comunista conviene recordar que, a pesar de las purgas de los años cincuenta, el partido checo -contaba con una tradición de enraizamiento en su sociedad, plasmado después de 1945 en un porcentaje de votos cercano al 40%. Su punto de referencia hubiera sido la situación del Partido Comunista Italiano, no las posiciones marginales de los comunistas de Polonia o Hungría, y, cerrando el círculo, la presión brutal del estalinismo no había llegado a anular la riqueza intelectual de la sociedad checoslovaca, lo que va a conferir a intelectuales y profesionales un papel decisivo en la reactivación de la vida política en los años sesenta que les permite servir de puente entre el malestar social y el partido comunista, de forma tal que las presiones en favor del cambio no pusieran en tela de juicio la consolidación del propio sistema socialista.

Quizá sea este rasgo el que otorga mayor originalidad a la primavera de Praga y la separa de los movimientos de disidencia y oposición en países como Hungría y Polonia. Por una parte, el protagonista del cambio fue el propio comunismo reformador, encarnado a partir de enero de 1968 por la dirección de Dubeek del Partido Comunista de Checoslovaquia (PCCh), con un creciente apoyo social. La explosión democrática de los primeros meses de 1968 concernía a la desestalinización de la vida política y cultural, a la reforma económica en el marco de lo que entonces se llamó la revolución científica y técnica, pero no representaba una voluntad de regreso al capitalismo, como trató de hacer ver posteriormente la argumentación intervencionista de la URSS. Incluso se vio incrementada la cohesión entre el partido comunista y la clase obrera, según muestra el espléndido episodio del congreso del partido en Visocany, celebrado bajo la protección de los trabajadores del cinturón industrial de Praga cuando ya los carros de combate del Pacto de Varsovia se habían adueñado de la capital. En abril en 1968, el Programa de Acción del PCCh vino a dar forma a ese proyecto de articular una sociedad pluralista en los ámbitos cultural y político, incluida una ordenación federal efectiva de la república, con el mantenimiento del papel dirigente del partido. La libertad de expresión rápidamente alcanzada, el respaldo popular a las medidas y el propio desconcierto de los dirigentes provisionales que resurgirán sólo a partir de agosto son otros tantos indicadores de que la estabilidad interna no se hallaba amenazada en el verano de 1968. Lo que sí suponía el proceso era un referente dese stabiliz ador para los demás países gobernados por el comunismo burocrático. El ejemplo de Praga era peor que una disidencia: los fundamentos del sistema resultaban conmovidos, y desde el interior, por un partido comunista, de ahí que dirigentes como Gomulka, fracasados en su reformismo, presionen por la intervención al lado de la RDA. Y la invasión tiene lugar, al parecer, con el consentimiento implícito de Estados Unidos, si es cierto que Johnson confirmó a Breznev hacia mediados de agosto la valídez de las áreas de influencias heredadas de 1945: no era mal apoyo ideológico ante las dificultades y la inseguridad provocadas por la intervención en Vietnam. Cuando en su panfleto de justificación la URSS hablaba de la "defensa del socialismo", en Praga hubiera debido hacerlo del reparto del mundo en dos bloques antagónicos, presidido cada uno de ellos por una potencia tutelar. Desde esa óptica no existía espacio alguno para que un pequeño país centroeuropeo jugara a compaginar comunismo y democracia.

Cabe, no obstante, preguntarse por la viabilidad de ese desarrollo armónico de la reforma truncado por los ejércitos del Pacto de Varsovia. Y no por qué las expresiones radicalismo e impaciencia, como el Manifiesto de las 2.000 Palabras, encerrasen el germen de enfrentamiento con el socialismo que les asignara la propaganda soviética. Las dudas no se plantean a partir del estado de la cuestión en agosto de 1968, sino de lo sucedido después en el proceso de normalización al desintegrarse la mayoría reformadora y cambiar de posición figuras claves de la dirección del PCCh. El relato que de las distintas trayectorias hace Mlynar en La helada es, en la superficie, un tratado sobre la fragilidad y la doblez humanas. Un hombrd como Gustav Husak, antigua víctima del estalinismo, maniobra hasta conseguir un poder basado en la fidelidad a la URSS que le servirá para reconstruir lo esencial del sistema que la primavera intentó cambiar. Cisar Cernik tampoco sale bien parado. Pero, sin llegar al giro copernicano, lo que impera a partir de agosto es una lógica de acomodación donde el dirigente espera salvar la piel a costa de cumplir la regla de oro de probar su sumisión a la tendencia dominante del partido. Ciertamente nada esencial de la primavera podría haberse salvado tras los acuerdos de Moscú. No obstante, sí hubiera sido deseable evitar que el partido víctima de la agresión asumiese luego el papel de ejecutor de su autoinmolación. En los altos niveles, conductas como las Krlegel o Smkovsky fueron minoritarias. La responsabilidad no reside, pues, únicamente en los invasores, sino en una forma de cultura política, la específica del centralismo burocrático, versión estaliniana del partido leninista que implica ese tipo de adaptación a lo irracional no tan distante en la Checoslovaquia de la normalización de la de los años cincuenta.

Obviarriente, esta apreciación no excluye el reconocimiento de la conducta alternativa. En el durísimo exilio interior o fuera de Checoslovaquia, los reformadores de 1968, con Alexander Dubcek a la cabeza, han sabido dar un ejemplo de coherencia en el mantenimiento de unas posiciones éticas y políticas. Muy pocos se vieron afectados por el síndrome del renegado, tan frecuente en los ex militantes del movimiento comunista. Y su temprana sensibilidad hacia la perestroika es un signo de su agilidad intelectual. Hombres como el propio Dubcek, Goldstücker, Pelikan, Mlynar, Reimann, Hajek, las decenas de miles de comunistas exp ulsados del partido desde 1969, nos recuerdan la exigencia de un compromiso activo para borrar la miseria de estos 20 años y acabar con el neoestalinismo en Checoslovaquia. Pero este reconocimiento no borra las dudas razonables de que sin cambiar en profundidad el partido instrumento de la reforma ésta podría haberse consolidado sin que sobreviniera, bajo una u otra fórmula, la normalización destinada a cancelar la aventura del comunismo democrático. La secuencia histórica de algunos partidos comunistas de Europa occidental constituye algo más que una ilustración de la citada posibilidad.

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