Venecia: ayer, ahora, siempre
Cuando, serenísima emprendió la cuarta cruzada en tierras infieles, fue aquella más bien un crucero, un tanto de placer, pero sobre todo con miras comerciales. Pocos pueblos han sabido, como el veneciano supo y sigue sabiendo, aunar con pleno éxito la estética y el provecho. Venecia perdió, hace casi tres siglos, el poderío político, mas conserva sin desmayo el sentido de la belleza y su venalidad minuciosa. Releer las Horas italianas, de Heriry James, es como contemplar hoy el mismo árbol, algunas de cuyas ramas han pasado de la verdura soleada al negro del verdín, del cual se nutren aguas de un siglo y medio. Vuelve a restaurarse la portada de San Marcos. No ha mejorado la música en La Fenice, donde la arquitectura resulta, conturnazmente, vencedora de las artes sonoras. Nos hemos, eso sí, artes acostumbrado a, la mole, que a James le parecía inoportuna, de la construcción sobre la isla de San Jorge Mayor. En la estación de Santa Lucía nos inquieta, igual que le inquietó al autor de Las alas de la paloma, la escasez o pereza de los maleteros.Este año, más que nunca, la sombra de Proust persigue, en vano, minuciosamente, a paso de páginas estremecedoras, a una Albertina desaparecida. ¿Fue en las gutaperchas, color posos de vino tinto, del Florián donde aquel escritor equívoco (Alberto desfallecía en bruxos de Roland Garros) descubre, entre zapatiestas con su señora madre, que toda su historia de amor, su vida acaso y quizá su obra, han sido "un malentendido de las, premisas"? Ninguna ciudad es tan apta, como Venecia, para comprobar la verdad que entraña la amonestación de Pavese en El oficio de vivir: "Amar sin reservas mentales, se paga, se paga, se paga".
Aquel hombre joven que, según Heine, tenía mucho pasado, Alfredo de Musset, continúa paseando, en una habitación del piso bajo del Danieli, cerrada a cal y canto, con la máscara francesa arrojada al pie de la cama y ante la mirada, que casi es un diagnóstico, de George Sand, espectros luminosos por delante de la cortina negra de unas noches sin sueño. En las angosturas, atestadas de turistas pudientes, del Harry's Bar, la mediocridad estentórea de Hemingway, con todos sus complejos machistas del macho mal dotado (Gustavo Durán, coronel republicano, dixit: Jaime Gil repite), ni podría encocorarse porque leyésemos Un joven rico, de F. Scott Fitzgerald, que sería, por cierto, imposible sin el precedente jamesiano de Una ronda de visitas.
En la isla del cementerio hay peregrinaciones españolas a la tumba de Pound. ¿Aquel genial fascista escogió el lugar de su reposo, felizmente inasequible, porque su ídolo fatídico, Mussolini, había alardeado con sus arengas desde el balcón de la plaza de Venecia? A veces, las parcas endosan, para el luto, peplos blancos.
Cuando Tiépolo y Veronese pintan la gloria de la República de los canales y la laguna, releen una historia ya vencida. Saben, desde luego, ponerle precio. El saltimbanqui de Juan Bautista en Ca Rezzonico servirá de modelo a Diaghílev para sus escenograrias, coreografias de Sergio Lifar, del segundo Stravinski, entonces escandalosas. El escenógrafo y el compositor también están enterrados en la isla de tanto muerto distinguido. Todos ellos, incluido Wagner, pacen algas, que no estrellas, como querría Jovellanos. ¡Lástima que no fuese éste el cementerio marino, sobre el cual también volaban las palomas, de un Paul Valéry, traducido, con el mejor tino, al castellano por Jorge Guillén!
Los venecianos simulan vivir del pasado, pero siguen viviendo, en realidad, del presente de los demás y sus añoranzas de una Venecia que se apagó a finales del siglo XVII y que hoy no se ha apagado todavía. ¿Es posible vivir, mas no seguir viviendo? ¿Quién inclina las aguas, en las tardes de octubre, para que el gondolero parezca que se ahoga? Son ahora turistas los que eran, hace un siglo, visitantes. Las baratijas, que degradan a mercancía callejera, mármoles, alabastros, la basílica de: Torcello y los Bellini de Murano (nunca, por fortuna, el que se expone sin marco en la Quenni Stampalia), son también las mismas: ¿Picaresca rebaja de palacios que ya no habita nadie? Sólo de madrugada se dignan las. estatuas de la plaza de San Marcos observar, de tan alto, las Puertas del Mar, que fue la entrada próspera del comercio, y de la Tierra, que aún da acceso a los consumidores del interior. Los voceros de las chucherías clamarán en seguida, con una fonética abierta y larga, que recuterda al castellano, incluso en abundantes palabras, de las cuales se caen algunas consonantes (Dámaso Alonso ha explicado el porqué y el cómo).
Los que escribimos, volveremos, una y otra vez, a Venecia para, como John Ruskin, no haceir nada, sino una obra que habíamos terminado de antemano. Las estatuas nos "rarán como Goethe: "¿Y qué te han hecho a mi pobre niño?". Un día, antes que los puestos se dispongan a exhibir, tan cansinos, sus exportaciones de cuatro perras, se darán cuenta, sin descender hasta las arcadas del Listón, de que las palomas (como aquella que feneció por una patada de Camón Aznar, a quien a punto estuvieron de linchar los camareros de Lavena) han muerto todas, ¡sí, todas las palomas!, de uria peste, que ignoran los galenos y otros representantes de las ciencias humanas y que también afectan desconocer su origen los economistas, magos de nuestro tiempo: la hartura, sobre todo, de los yenes y, luego, la del dólar y, luego, la del marco. En la laguna, entre la bola dorada de la Elogana y el palacio del conde Brandolini, estará sumergida una botella, con su mensaje dentro, en doble lecho de cristal errante, que hace un arlo arrojó un hombre enamorado.
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