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Tribuna:VIAJEROS DE VERANO'NUDA AESTES'/ 2
Tribuna
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En la isla de Menorca

Yo creo en esas cosas, piensa el desde ahora viajero, sentado en la terraza del club naútico, fatigado, como si hubiera llegado una vez más por la mar. En frente, tras las opulentas popas de esos grandes yates sin nobleza, tras esa ringlera de opulentas posaderas navales con enrolladas banderas en las rabadillas e irisados reflejos en la onomástica con tintineo de vasos, esas escenas más sorprendentes que la ópera de las que hablaba Retz: las ruinas iluminadas de la Illa del Rei, la casa rosada del gobernador, o de Nelson, como dicen aquí, el bosque de las batallas o la silueta de los acantilados ilustrísimos. Dos botecillos que cruzan portando inmensos fanales de misteriosa utilidad, la ribera vigorosamente subrayada por la iluminación de las muchas terrazas de restaurantes y tabernas -en alguna de las cuales se nos alcanzará el deleitoso marisco del cardenal- la sombra atenuada de una conurbación poco aparente con lejanos planos luminosos de dibujo neoclásico y el espejeo del agua quieta. De pronto un súbito destello desvela el fantasma de una embarcación en roda, justo detrás de las atracadas en la palanca. Es un llagut grande y blanco, de un blanco diferente, completamente arbolado y dispuesto, y que se sabe de vieja madera y parece querer hacernos llegar sus antiquísimos crujidos. Que como el phascellum ille de Catulo, sabe que fue fronda antes de ser navío y nos lo quiere decir en ese relámpago de presencia. También nos dice que nos encontramos, efectivamente, en el más hermoso e ilustre puerto del Mediterráneo, quizá el de los titánicos lestrigonios, feroces honderos y arponeros crueles, que aún hacen guardia a los dioses verdaderos no muy lejos, por aquí cerca, y que esta vez nos dejarán pasar y asomarnos a la isla todavía misteriosa y a sus antiguas formas de pasar el verano, cuando ya, pasado el julio del refrán, nada es seguro en la mar de por fuera de esta rada generosa.El viajero tropieza con el primer testigo de lo que él llamaría las viejas artes de pasar el verano precisamente al pie de un monumento plantado aquí, en los mapas, pareciera que, en cambio, para el turismo más convencional: La Naveta deis Tudots. Se trata de una pareja de ciclistas, catalanes, por supuesto, docentes, nos explican, que efectivamente pasan en la isla el largo verano desde hace años y residen en una urbanización de la costa meridional. Recorren la isla en etapas casi cotidianas de talayot en talayot y de naveta en naveta con el firme propósito de haberlo visto absolutamente todo, todos esos monumentos prehistóricos, tan iguales entre sí para el profano, sin ninguna excepción. No portan cámara fotográfica ni ningún instrumento de registro y tampoco su curiosidad es profesional o científica. Emplean así los días del largo y desnudo verano con la intención de convertirlo en un viaje pacífico y prolongadísimo, a una escala razonable y en una dimensión moderadamente placentera. Se han bañado en una cala nueva, que han descubierto hoy a pesar de su veteranía en la isla, han almorzado en una taberna de por ahí, han contemplado dos o tres de estos misteriosos monumentos, no recuerdan bien cómo se llaman, y ahora se volverán a casa a lomos de esas delgadas bicicletas, desnudas de bagaje, que, superpuestas allí, sobre la pared de piedra, sobre la tanca, a mí se me antojan un tándem de esos que ya no existen, pero que sería más propio. Ya dije ayer que el paseo ciclista me parecía íntimamente relacionado con las artes de pasar el verano. Han hecho estos jóvenes y antiguos profesores casi lo mismo que nosotros, el viajero y sus acompañantes, sólo que ellos lo hacen a otro ritmo, cada día y a lo largo de la estación, y es eso seguramente lo que habría que hacer en Menorca.

Laberinto de piedras

Nosotros vamos a Ciutadella. Está cayendo la tarde y nos hemos desviado del camino, de es camí d'En Kane, el primer gobernador británico de la ocupación de 1708, para ver la naveta con su mejor luz. Cuando desaparecen los amigos ciclistas por el camino polvoriento que quién sabe a dónde va, tras hacer sonar el piso metálico de un portal, me doy cuenta de que estamos rodeados de tanques, esos perfectos murillos de piedra que se repiten, como seriados, en el paisaje en todas direcciones. Son tanto cercas para el ganado como pantallas contra el viento raso. Benet, el amigo menorquín que nos acompaña, también profesor en Cataluña y de veraneos nativos e insulares, me dice que estas bellas paredes fueron la desesperación de los invasores que desembarcaban en el oeste de la isla, porque complicaban hasta la desesperación el transporte de las cureñas de la artillería naval hacia la retaguardia de los baluartes de Mahón, un transporte ya en sí difícil por la aspereza de los caminos, vestigios de las viejas calzadas romanas y por insuficiencia de muelles e inoperancia de los asnos, único semoviente abundoso en aquellos tiempos. Parece que los tanques se convirtieron en una obsesión del duque de Richelieu en la campaña de 1756. La lentitud de la artillería le costó bajas y fracasos, además del deterioro de los pomposos uniformes de sus elegantísimos tacons rouges y de los marqueses de la mar. Saldremos a la carretera nueva que ha segado los tanques.

Vamos a cenar a Ciutadella, pero ya hemos hecho muchas cosas durante la jornada. Hemos nadado en una caleta del sur, cerca de la Punta Negra donde anidan los cormoranes oscuros, porque no se podía privar al nieto Malcolm, que peregrina con el viajero, de sus exploraciones de rocas. Hemos almorzado en Mercadal y hemos subido al belvedere del monte Toro.

Mercadal, un pueblo blanco como las casas de predio, de los medieros, els amos, que no de los señores, es entre otras cosas la capital de la gastronomía paisana, pallesa, aunque no rehúsa la marinera. Está en el centro de la isla, al pie del santuario que de un topónimo arábigo tomó por corrupción fonética el extravagante nombre de Toro, pero el moderno municipio tiene fronteras litorales con ambos mares, ocupando la franja medial de la isla.

Caldereta

En Mercadal se puede comer caldereta de langosta tan sabrosa y abundante como en el puerto de Fornells pero no es lo propio. Lo propio sería el oliaigu campesino y la caldereta de res. Así nos lo explicó l'hereu de can N'Aguret, una de las posadas tradicionales, quien además pone en duda el origen popular de la caldereta de langosta que considera de una modernidad no menos que centenaria. El hereu ha descubierto el buen vino, explota con refinamiento una vieja viña y obsequia su producto, un blanco áspero y un punto salado. Mercadal era punto de postas entre Ciutadella capital y el Mahón burgués del siglo pasado. Los señores de la capital hacían noche en la villa en sus viajes al puerto, o un alto de horas cuando cruzaban la isla de extremo a extremo para acudir, por ejemplo, a la ópera. Pero no es sólo un lugar de paso, ni siquiera en las guerras, y guarda memoria de batallas propias. Y es un hermoso lugar en el que, sin embargo, muy pocos pasan el verano o sólo ratos del verano.

Se celebraba una boda en el santuario del Toro. Gente rica, creo haber entendido que de Ferrerías. Uno de los regalos, expuesto en la explanada frente al templo era un automóvil envuelto en celofán. Rostros rudos y curtidos, tallados al hacha o hendidos con uña de calafate, rosados sobre las corbatas de seda o con las blondas vaporosas. Alrededor de, esa terraza en fiestas, la isla entera, visible hasta el perfil rocoso y hacia las ocho puntas de la rosa. Un paisaje muy igual hacia todos los rumbos o con matices sutiles. Es un mirador con una vista muy hermosa. Los menorquines, el amigo Benet, por ejemplo, se quejan amargamente de la fealdad que han implantado las torres metálicas de los repetidores de ondas. Al viajero no le chocan tanto. Le parece peor un Sagrado Corazón de la más vulgar receta, un broncecillo modesto y penoso, montado un pedestal funerario.

La isla entera parece una gran finca. Si hubiera sido cristianizada por otros que los catalanes un poco más tarde hubiera quizás parado en ducado, o hubiera sido un solo feudo, piensa el viajero, si la hubieran tomado las órdenes un siglo antes. Y su destino hubiera sido como el de Malta, a la que se parece más que Mallorca y las Pitiusas, y con la que compartió peligros modernos de descastación hasta 1802. Si uno desde aquí compara lo que ve con un mapilla turístico en el que vienen notoriamente señalados los monumentos prehistóricos que perseguían los ciclistas, no puede menos que pensar que los templarios, por ejemplo, o los caballeros de San Juan hubieran fundado una geografía mágica y esotérica a partir de esas localizaciones y de las torres de señales en las puntas, únicos testimonios, parece, de la secularidad musulmana. Desde aquí, el puerto de los lestrigonios queda escondido, o se vería el fuerte de San Felipe si aún existiera.

No deja de ser una rareza que Menorca conserve tan sólo la monumentalidad tan antigua, la ilegible y prehistórica, o la más moderna, la posterior al sosiego de la piratería o la última de la colonización extranjera. El resto, las alquerías y los puertos son conjuntos vividos que deben su belleza y su vinculación a la historia principalmente a su continuidad y a la costumbre. Eso establece una antigüedad diferente y que se extiende a las gentes por entre las cosas. Ciutadella, por ejemplo. Ese puerto es intemporal. Y en la capital los antiguos palacios y las casas y calles que no lo son tanto parecen contemporáneas y mucho más viejas de lo que son. Es una población muy bella, pero sobre todo intensamente habitada. No muy habitada, sino intensamente habitada, también por el pasado. Su pequeño puerto es más bullicioso que el de Mahón. Las embarcaciones atracadas en las palancas de los barcos de recreo parecen más nobles y verdaderas. Las murallas de los baluartes se hunden en el agua como en Venecia y los vendedores de baratijas alineados en las escaleras del camino de ronda parecen medievales. De pronto recuerda a Portofino, pero en más real y más hermoso. Hay que venir a Ciutadella al anochecer y es imprescindible sentarse en una de las muchas terrazas montadas en el estrecho malecón, casi al borde del agua, de espaldas a las diminutas botilles de piedra, de escalenillas desvencijadas y destartaladas ventanas sin postillos. Almacenes deshabitados o ruinas de las que de pronto salen, como de un húmedo agujero, muchachas esbeltas y elegantísimas que bajan de puntillas los escalones desmoronados. Hay que sentarse allí, frente a un tarro de cerveza o una ginebra, un gin en limonada -pomada le llaman- mirando la faena vespertina de las barcas: camareros con chaquetilla en algunas bañeras, matelots descalzos en cubierta de los veleros ordenando unos cabos que ya parecían perfectos. Ciutadella es un pago aristocrático, con palacios y casas de señor, como aquí dicen, y los mejores caballeros y caixels para las caballadas de fiestas, las de San Juan y las de toda la isla, y los más influyentes e intransigentes clérigos. Y aristocráticos parecen también sus visitantes. Conviene aprovecharlo.

De pronto huele y suena el mar por todo alrededor hasta muy lejos y está de verdad muy avanzada la amplia noche marina que se abate inexorable sobre las islas.

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