Otra pausa de agosto
Siempre he pensado que agosto es el mes más adecuado para conocer la fachada real de una capital europea, especialmente si (como en el caso de París, Berlín, Madrid, Londres, Roma, Viena, etcétera) no tiene vista al mar. Es entonces cuando las grandes ciudades son masivamente abandonadas por una población que huye hacia la costa, y. uno logra por fin asumir el paisaje urbano en su nivel estricto, fundacional, permanente.Madrid, por ejemplo, durante agosto se vacía de automóviles de personas, de accidentes, de atentados, de estrenos importantes, de quiniela futbolística, de polémicas virulentas. La atracción hipnótica del mar se vuelve insoportable. La gente recoge bártulos, víveres y tarjetas de crédito, y tras colocar a buen recaudo a abuelos, abuelas, perros gatos y otros integrantes marginales del núcleo familiar, deserta como enjambre hacia la diversión y/o el descanso playeros Con la casi programada excepción colectiva de los 70 prójimos que fallecen en cada traslado semanal, los urbanos sobrevivientes llegan por fin a su meta, que es colocar ansiosamente su policromo toallón en el metro cuadrado que, si tienen suerte, encuentran todavía disponible sobre las arenas mediterráneas o atlánticas o cantábricas.
Mientras tanto, a solas con sus fieles, Madrid se encuentra a sí misma. Como si se descorriera un telón aparecen por fin los parques, las plazas; las avenidas, con bordillo o sin él, parecen más anchas y acogedoras. Como sucede en las capitales de provincia, el saldo de transeúntes puede saludarse de calzada a calzada, de camisa a camisa Nadie comete la grosería de llevar corbata o traje oscuro, porque en agosto no hay cócteles de homenaje, ni presentaciones de libros, ni sesiones de directorio, ni ministros o entrenadores proscritos. La voz gubernamental y la carraspera opositora se siguen oyendo de cuando en cuando, pero sólo en los cursos internacionales de verano. Los diarios y semanarios aparecen con menos páginas, debido a que los políticos hablan menos y las matanzas de carreteras son atendidas con la escalofriante foto de rigor.
Prosiguen, eso sí, inextinguibles, vitalicias, Dinastía y Capitolio, no sólo porque están más allá del bien y del mal, sino también más acá del calor y del frío. La OTAN parece lejana como un invierno finlandés, y es posible conmemorar los 43 años de Hiroshima, omitiendo casi siempre a Harry Truman, que ya ni siquiera reclama regalías por ese su éxito de ventas imperecedero.
En agosto, los árboles madrileños y los pájaros exiliados se conocen y reconocen, y tras sacudirse el último hollín de la primavera y el primer polen del estío, se apoderan, incontaminados y lozanos, de la ciudad que durante 11 meses se dedica a añorarlos. Es un idilio conmovedor, y uno no sabe si llorar la gota gorda o sudar a lágrima viva.
Porque, confesémoslo: calor, lo que se dice calor, hace. Es probablemente el precio que se paga por disfrutar de la ciudad desnuda. Hasta la burocracia se desburocratiza, y no porque los funcionarios no funcionen, sino porque funcionan con pai-pai (o sea, el abanico de la posmodernidad). Y cuando alguien comete un error de dispositivo frente al ordenador y éste pregunta con desgano estival: "¿Aborta? ¿Reintenta? ¿Ignora?", el responsable aborta, claro.
Los madrileños, legales o putativos, que se quedaron en su ciudad con los abuelos, las abuelas, los perros y los gatos se conforman con que Televisión Española les muestre, en tímidos pantallazos, los núbiles pechitos de alemanas, suecas, francesas, británicas, holandesas y -last, but not least- españolas. Y sólo algún contumaz suspira (o resopla): "Lástima que Madrid no esté en la costa".
Hace un par de años escribí un poema (Pausa de agosto) referido a este paréntesis madrileño, y terminaba así: "Pero cuando el asueto se termine / volverán a sonar / las bocinas, los gritos, las sirenas, / los mueras y los vivas, / bombas y zambombazos / y las dulces metódicas campanas. / Durante tres fecundas estaciones / nadie se acordará / de pájaros y árboles".
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