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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOPOR LA COSTA DE TURQUÍA Y LAS ISLAS GRIEGAS / 3
Tribuna
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Las ruinas de Éfeso

Manuel Vicent

En aquel tiempo, las olas golpeaban las escalinatas del templo de Artemisa, y toda la llanura de sésamo y algodón que ahora se divisa desde la derruida biblioteca era entonces un mar navegado por los trirremes y veleros que partían o llegaban al puerto de Éfeso. Después de desembarcar en el malecón del pueblo turco de Kusadasi, frente a la isla de los Pájaros, he tenido que atravesar esta tierra de aluvión durante media hora en autobús hasta alcanzar, al pie de unas colinas en forma de anfiteatro, las ruinas más famosas de Asia Menor. Se trata de un inmenso pedregal. Pero en Éfeso quedan intactas las letrinas públicas que fueron usadas por Heráclito, Cleopatra y san Pablo, entre otros. Las letrinas y la casa del amor son los únicos establecimientos de este glorioso derribo que no requieren imaginación. Uno es que lo ve. Envuelto en la sábana con una paletilla al aire, por aquí andaría aquel filósofo dando la tabarra a la gente con eso de que todo fluye y nadie se baña dos veces en el mismo río. En la vía de Mármol se encuentra la primera valla publicitaria de la historia: un reclamo del prostíbulo con la dirección y la lista de precios, grabados con buril en una losa de la calzada. En esta ciudad fundó san Pablo la principal Iglesia del naciente cristianismo. Aquí trajo san Juan a la Virgen desde Jerusalén, y ella murió en esa loma de enfrente, donde a la sombra de una higuera, en el año 431, se reunió un concilio ecuménico para declararla Madre de Dios contra el parecer de Nestorio, patriarca de Constantinopla, que fue condenado.Sobre todas las cosas, Éfeso era entonces el lugar sagrado de Artemisa, la diosa Diana de los romanos, protectora de la naturaleza, reina de la ecología. Su imagen de ébano se veneraba en el interior de un templo de 127 columnas, una de las siete maravillas del mundo, y ese santuario tenía a su disposición el mejor servicio de vestales, sacristanes, músicos, acróbatas, ofrendas, cirios y venta de escapularios y medallas milagrosas. El mar llegaba a sus pies. De todos los puntos de la Hélade acudían barcos de peregrinos a rendirle culto a la diosa, y los mercaderes hacían grandes negocios bajo su mirada. Resulta inquietante que, más de 2.000 años después de eso, el papa Pablo VI arribara también a este valle para celebrar un rito idéntico ante la figura de la Virgen María. Existen centros muy magnéticos en el planeta. Éfeso es uno de ellos.

A las cuatro de la tarde, sentado en una columna derribada, cae sobre mí toda la crueldad del sol, me aturde un poco el violento perfume de unas hierbas secretas, las chicharras cantan de un modo frenético, y en medio de la luz vigorosa quc acuchilla el polvo de Éfeso trato de recordar cómo era el mar esta mañana. Me he despertado cuando el barco tenía a estribor la isla de Kíos. El mar parecía una extensión de leche con levísimas gamas grises, doradas, azules, y el horizonte estaba empastado por un dulce de calabaza y la brisa poseía la densidad de la mejor carne femenina;pero, a medida que el día se levantaba, el agua fue adquiriendo el carácter de una fundición de muchos metales, sobre todo de plata, que ya me golpeaba los ojos, y bajo el firmamento, sin una nube, las islas de pedernal que navegaban conmigo comenzaron a arder.

Pasajeros inmortales

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Durante la mañana he realizado abluciones paganas, he leído páginas de la Odisea, he asistido al juego amoroso de una pareja de homosexuales en cubierta, a los que tal vez Apolo había transido, y, mientras tanto, los pasajeros han utilizado este tiempo para creerse inmortales. Unos ya tienen quemaduras de segundo grado, otros se pasean con una clámide de rebajas, algunos duermen en las tumbonas y muchos ya están borrachos. He desembarcado en la isla de los Pájaros, unida al pueblo de Kusadasi por un espigón lleno de gaviotas donde atracan barcas de pesca color rosa, y en seguida he subido a Éfeso, y aquí estoy ahora con el cerebelo a punto de estallar. Palestras, ágoras, el gimnasio de las niñas, la plaza de Domiciano, la fuente de Pollio, avenidas con pórticos derrumbados, estatuas guillotinadas, dioses, filósofos y emperadores sin nariz, cisternas, arquitrabes, frontones y gradas de teatros y odeones forman este cementerio de mármol que me rodea, y cada columna es una llamarada, cada piedra es una brasa. En el interior de esta fragua, convertida ya en un espacio mental, imagino a san Pablo subiendo por la avenida del puerto entre garitos de juego y el trajín de los comerciantes. Con las sandalias polvorientas y la túnica a rastras, viene a predicar a un Dios invisible que no se fabrica con las manos.

El platero Demetrio se da cuenta en seguida del peligro que supone para su negocio las cosas que dice ese judío bizco no sólo en la sinagoga a extramuros, sino en los corros del ágora y en las tertulias de las escalinatas donde la gente come uva filosofando. Demetrio preside el gremio de imagineros, que tiene en exclusiva el derecho de reproducir, vender a los devotos y exportar las figuras de Artemisa. Si Dios es invisible, ellos acabarán en el paro, y a partir de ahí comenzará el hambre. El teatro de Éfeso conoce un motín contra san Pablo; éste pone el mar por medio, huye a Antioquía, y los ciudadanos aclaman a sus dioses materiales con ovaciones alentadas por los plateros, pero el cristianismo, con los siglos, fue inoculando la culpa en el corazón de estos seres, pudrió la claridad pagana, y después, el tiempo, que todo lo transforma, se encargó de llevar la religión a un punto intermedio: Artemisa se convirtió en la Virgen María, y con ella, el amor puro y el comercio de imágenes ha llegado a nuestros días. El concilio de Éfeso, celebrado bajo una higuera en esa colina de enfrente, en el fondo, no hizo sino armonizar las exigencias de la espiritualidad con los intereses de la orfebrería.

Templo de Artemisa

El autobús va por esta campa que antes fue mar hasta las escalinatas del templo de Artemisa, del cual sólo resta una columna erguida. Se ve más allá la tumba de san Juan, encima de un teso calcinado, y desde aquí, sus descarnados paredones en ruinas parecen un aprisco. Al llegar a Kusadasi, me encuentro con un pueblo que es todo bazar para turistas. Huele a alfombra, a higo seco, a plástico de dioses recalentado, a espesos dulces de miel. El barco zarpa, y apenas la costa de Turquía se difumina en la popa, al instante aparece por proa la sombra de la isla de Samos, patria de Pitágoras, refugio de apóstoles, una tierra que fue célebre porque en ella un sacerdote desconocido tuvo la idea de convertir el vino en la sangre de dios.

Contemplando las noches estrelladas, allí Pitágoras transformó los números en armonía. Ahora, esta isla parece un gran mineral abandonado en medio del mar. Tiene un color ocre bruñido por los radiantes vientos que bajan del Norte, aunque los acantilados y algunas sombras convexas de las barrancas se funden en el aire con un color violeta.

Después de unas horas de navegación, mientras a estribor comienza a vislumbrarse la isla de Patmos, en la cafetería del solario hay una fiesta con globos, y todo el mundo se ha disfrazado de griego, se beben licores de la tierra y las ínclitas menopáusicas ensayan pasos de sirtaki en brazos de camareros de acreditadas patillas. Estoy de acuerdo. Hay que ser feliz a toda costa. Uno se ve obligado a cruzar este espacio haciendo el ganso, a pesar de que en esa roca de ahí enfrente, que se llama Patmos, se escribió el Apocalipsis. ¿Qué es el Apocalipsis ahora? Una serie de efectos especiales para una película de Coppola. He tenido suerte de nuevo. El crepúsculo de rigor hace aquí su representación, de modo que es fácil imaginar a los ángeles que tocan trompetas de plata anunciando el juicio final. Del fondo del mar veo salir los cuerpos de todos los que naufragaron en esta latitud, y con ellos suben serpientes aladas que forman en el aire una especie de catafalco donde vamos a ser condenados. No obstante, los pasajeros comen musaka, bailan una especie de sardana a la griega y al contornearse parece que se desperezan, y entre risotadas infantiles a cargo de los americanos, todo acaba en una conga alrededor de la piscina. Está bien. Después de todo, eso no es motivo suficiente para ir al infierno, aunque le falta poco. El Apocalipsis puede continuar. Mientras, el sol, desde el horizonte, convierte en una antorcha el pedernal de Patmos, voy con la proa hacia la clara Rodas por el espacio de las Espóradas, y cuando anochece del todo, la fiesta sigue en el salón principal. Una orquesta hace sonar musiquilla de El Pireo, y la tripulación ofrece al pasaje un conjunto de canciones y danzas que calientan el corazón de las benditas abuelitas, de los enamorados, de los solitarios y de cuantos saben que lo mejor de la vida ya se les ha ido de las manos. Juego al black jack contra una tigresa de uñas afiladas. Pierdo. Me voy a dormir, pero antes de apagar la lamparilla del camarote leo este fragmento de la Carta de Pablo a los Efesios: "Porque verdad es que en otro tiempo no erais sino tinieblas, mas ahora sois la luz". De acuerdo. Ahora navegaré las tinieblas. Mañana será Rodas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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