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Tribuna:VIAJEROS DE VERANOPOR LA COSTA DE TURQUÍA Y LAS ISLAS GRIEGAS / 2
Tribuna
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Navegando rumbo a Estambul

Manuel Vicent

A la una de la tarde el barco ha zarpado de la bahía de Dikili rumbo a Estambul, adonde arribará mañana al amanecer. Después de visitar Pérgamo he dejado sus ruinas a merced de las cabras y ahora navego el Ponto tomando té helado y sandía bajo un toldo en cubierta mientras contemplo la batalla de las olas. No comprendo cómo hubo en este lugar tantos filósofos por metro cuadrado si aquí todo está hecho para no pensar en nada. El cielo de Anatolia reproduce el fulgor de la harina que convierte cualquier cerebro en miga de pan. Por babor sólo fluyen islas deshabitadas, peñascos minerales. El sol sesgado penetra en el abismo de las aguas y lo talla como a una piedra preciosa. Hace aflorar a la superficie luces de esmeralda o de zafiro según sea el fondo de arena o de algas. Suena una música de sirtaki que en este espacio es la sustancia de las cosas amadas y con la proa puesta hacia Troya devoro esta sandía en medio de la mar.Alrededor de la piscina a esta hora muchos pasajeros toman el sol y cada tumbona parece un altar con una víctima propiciatoria que algún dios se zampará. Creo que es la última ceremonia religiosa auténtica que queda en el occidente industrial: desnudarse, ungirse el cuerpo con aceite, tenderlo sobre una toalla, esperar a que se querne y no desear nada más. Supone un privilegio asistir a este sacrificio en mitad del Egeo, donde se engendraron las sensaciones que aún nos conmueven. Sin duda, esos adolescentes que gritan, se empujan y chapotean, en la piscina ignoran que este solario es un templo antiquísimo. En el primer día de crucero la gente ha sacado al aire sus mantecas para inmolarlas a Apolo. Aquí están. Miradlas. Una sacerdotisa de Oklahoma apenas puede palpitar bajo el kilo de crema; apostaría algo a que esa vestal mexicana ya está muerta aunque mantiene todavía en la mano una piña colada. El pasaje se halla derrumbado boca arriba en las tumbonas, todos desnudos y lechosos como patatas nuevas. Su silencio es terrorífico pero no hay uno que no confie en ser devorado por la belleza.

Al caer la tarde a uno y otro costado del barco, a pocas millas de distancia, aparecen unas colinas en la oscuridad del contra luz. Es el estrecho de los Dardanelos que abre el mar de Mármara. En una de esas lomas estuvo asentada Troya. Puesto que en esta travesía me veré obligado a asistir a todos los crepúsculos me felicito porque el segundo de ellos haya desplegado su gloria en este punto tan estratégico. El sol ahora está cayendo por la Tracia y sobre las aguas de cobre miro las lomas que conocieron la cólera de Aquiles. La Illiada es el primer cantar de ciego. Cuando uno pasa por este canal comprende que los hombres se hayan matado sin límite desde el inicio de la historia por controlarlo. En estos montes seguramente habrá varios estratos de cadáveres y los que reposan en la capa ínfima serán aquellos héroes que cantó Homero. La guerra de Troya fue una degollación llevada a cabo por héroes desnudos que trataban de apoderarse de este paso marítimo para asegurar el tráfico de garbanzos y metales. Un asunto tan vulgar lo transformó aquel poeta ciego que cantaba en las esquinas de Asia Menor rapsodias inmortales donde no había hazañas sin cuchillo ni honor sin sangre ni dioses que no estuvieran siempre airados. Sus versos elevaron las pasiones de los hombres hasta la más recóndita perfección.

Durante la navegación de los Dardanelos anochece y cuando el barco llega al mar de Mármara comienza la cena gala a bordo. Los pasajeros acuden al puente principal y allí el fotógrafo de guardia dispara contra grupos familiares vestidos de seda, parejas de recién casados, princesas en traje largo que son hijas de abarrotero, pequeños galanes con acné y pajarita, caballeros de esmoquin que llevan detenidas del brazo a unas señoras cubiertas de lentejuelas. Da la sensación de que todos quieren ser ingleses aunque se les nota demasiado la felicidad. Desde el camarote oigo la música de la fiesta que sigue en la sala de baile. Allí estará la pareja de tejanos sacando los colores a Ginger Rogers y a Fred Astaire, y sin duda habrá regalos, rifas, concursos y atracciones, el número de ventrílocuo, la danza de los siete velos, el chistoso con chistera y sonarán las carcajadas de la clase media mientras las cuademas de la nave crujen en la oscuridad.

Al despertar he comprobado que estaba en Estambul. El barco ha atracado en el muelle Karakoy. Aparto los visillos del camarote y ahí enfrente se levanta el edificio de la aduana. Salgo a cubierta desde donde puedo ver muy cerca el puente Galatas cabalgando sobre el Cuerno de Oro. La escala en Estambul va a durar sólo nueve horas y en ellas me propongo hacer el papel del perfecto turista: visitaré Santa Sofia, me daré un atracón de mezquitas, pasearé por el Gran Bazar, sortearé nubes de niños que venden postales, tomaré una brocheta de carne picada y finalmente comprobaré una vez más que todos los turcos llevan bigote. Estoy seguro de que no me saldré del carril.

En realidad he vuelto a recorrer el mismo camino de otras ocasiones. Primero he contemplado desde el Bósforo la silueta de la ciudad antigua erizada de minaretes sin poder evitar la emoción y en seguida me he echado a la calle arrastrado por las reatas de turistas. En el interior de Santa Sofia volaban dos palomas extraviadas dándose cates contra los iconos de la galería, en el palacio de Topkapi estaban intactas esas esmeraldas que con el tiempo alcanzarán la dignidad de las botellas de cocacola, en la mezquita de Solimán el Magnífico he rezado por mi salvación, en la Mezquita Azul había un grupo de fieles mahometanos comiendo albóndigas sobre alfombras del siglo XIV, en el Gran Bazar he oído el siseo ladino. En el Gran Bazar reinan los sefardíes sobre todas las joyas. Por las galerías suenan con acento toledano palabras castellanas que aún son del Siglo de Oro y en los túneles iluminados por reflejos de diamante se ven muchos rostros aguileños, miradas muy melancólicas, pescuezos muy macizos, belfos inflamados. Uno puede darse a la fiebre oriental, aunque Estambul no huele a estiércol del Medioevo que acompaña desde siempre a la religión mahometana. El hedor de Estambul proviene del detritus casi industrial, de la putrefacción del plástico, de la herrumbre de toda una generación de electrodomésticos. Los caparazones de las mezquitas parecen gigantescas tortugas entre el destartalamiento general pero el aire sucio de la ciudad será el crisol de oro en el crepúsculo.

Confieso que la primera vez que vine a Estambul no logré superar la inquietud que me producían algunos rostros. Sin duda ciertos bigotazos que vuelan aquí sobre facciones de cuchillo pueden amedrentar a los espíritus pusilánimes, pero si uno conoce mejor a este pueblo, al tercer día descubre que los turcos tienen un alma muy delicada que no ahorra cualquier matiz de la ternura bajo un aspecto feroz o demasiado varonil, por decir algo. En Estambul uno debe dejarse de remilgos, inmiscuirse con la gente, participar en el ruido, extasiarse en el humo de cordero asado dentro del cual florecen los ombligos de todas las huríes. Hay que pegarse un baño turco y no perderse una puesta de sol que es uno de los espectáculos más acreditados de la tierra.

Después de comprar la inevitable sortija en el Gran Bazar me he dejado caer por el mercado egipcio que va de bajada hasta el Cuerno de Oro. Es el zoco de siempre con la telas y la quíncallería sabida y allí da la impresión de que lo importante no es vender sino gritar. Los comerciantes se excitan mutuamente con los alaridos y en medio del pasillo discurren los pelotones de turistas armados con cámaras fotográficas, las cuales ametrallan todo lo que se mueve. Así he llegado a la embocadura del Cuerno de Oro hasta encontrar las escalinatas de la Mezquita Nueva.

Encrucijada turística

La visión es sorprendente. La multitud fluye sin parar sobre el puente Galatas, que une la parte antigua con la ciudad nueva, aunque no con la asiática. Colgados de los hierros debajo de su arco hay muchos restaurantes en forma de taquillones y junto a los muelles, en las barcas, los pescadores venden caballas dispuestas por ellos en abanico sobre esteras. Esta encrucijada de Estambul es muy turística, pero es real. El caldo de la vida pasa por ella muy espeso y para el que tenga gusto de clasificar las pasiones que el ser humano lleva en la cara este punto constituye el mejor observatorio. El Estambul que amo es ese maravilloso y putrefacto: el olor de alfombra cruda en las tiendas profundas, la acidez del sudor de las personas, el laberinto hebraico del Gran Bazar, el frescor de las mezquitas, la cochambre de sus basureros, de donde puede brotar el más airoso minarete. No amo las esmeraldas ni los alfanjes de pedrería ni las vestiduras labradas que adornaron al sultán, sino las lámparas votivas cuyo sebo ardiente iluminó la penumbra de Santa Sofia durante 1.500 años.

Es el final de la tarde. Las sirenas de los transbordadores suenan en el Bósforo. El barco está zarpando a esta hora del crepúsculo rumbo a Éfeso. Desde la borda contemplo todo el sol depositado en el Cuerno de Oro. Detrás de las mezquitas el cielo es una especie de zumo y los minaretes están envueltos en una maraña de golondrinas. El barco se aleja por el mar de Mármara y a lo lejos Estambul ofrece la silueta de erizo tantas veces repetida que se ha transformado ya en una categoría de la mente.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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