Un proceso penal para una sociedad democrática / 2
El proceso penal español conserva aun características represivas e inquisitoriales más propias de un sistema jurídico dictatorial que de una sociedad democrática. Según el autor, aferrarse al sistema actual -mixto en la teoría, pero inquisitorial en la práctica- resulta insostenible a la luz de los principios constitucionales.
Ante el panorama que ofrece nuestro procedimiento penal recobra plena actualidad la desesperanza de nuestros liberales del siglo XIX expresada en el preámbulo de la ley de Enjuiciamiento Criminal: "El extranjero que estudia la organización de nuestra justicia criminal, al vernos apegados a un sistema ya caduco y desacreditado en Europa y en América, tiene por necesidad que formar una idea injusta y falsa de la civilización y cultura españolas". De la cita al presente, 107 años nos separan.El proceso penal es un instrumento más de una determinada política ciminal, y no se puede olvidar que no cabe homologación alguna entre la política criminal de un régimen dictatorial y la que exige una sociedad democrática. En el momento presente estamos utilizando al máximo las características represivas e inquisitoriales del sistema y desaprovechando toda la potencialidad resocializadora y reinsertadora que ofrece el sistema acusatorio que proclama la Constitución como finalidad última del sistema punitivo. El proceso penal sirve para individualizar la responsabilidad criminal y para dar las máximas garantías a la persona acusada. No hay contradicción posible entre estos intereses prioritarios y los intereses difusos de la sociedad. La defensa de un ciudadano acusado equivale a la defensa de toda la sociedad.
Aferrarse, como hasta ahora, a un sistema mixto en la teoría pero prácticamente inquisitorial resulta insostenible a la luz de los principios constitucionales y de las exigencias de la cultura democrática. La experiencia de sistemas análogos que actualmente han optado por la oralidad, la publicidad y la inmediación de todos los actos del proceso penal nos demuestra que la implantación del principio acusatorio puro ya no es sólo un ideal de la ciencia, sino una realidad a la que tiende a acercarse progresivamente la legislación de las democracias consolidadas.
El actual sistema, lento, inoperante, costoso y falto de garantías, ha hecho crisis. Cualquier intento de retocarlo o de darle nueva decoración ha fracasado. Es una responsabilidad histórica y un fraude político invertir los recursos presupuestarios en la reforma de la Administración de justicia manteniendo la actual estructura del proceso penal.
Reacios al cambio
Ciertos sectores se muestran reacios a introducir cambios en el proceso penal y atribuyen los males del sistema a una insuficiente utilización de sus potenciales bondades.
El sumario sigue teniendo un matiz predominantemente inquisitivo, si bien hemos de reconocer que últimamente se han dado pasos para restablecer un cierto equilibrio entre la posición del acusado y la acusación. El sospechoso carecía de asistencia letrada hasta el momento en que se dictaba el auto de procesamiento, y para entonces ya casi todo estaba hecho y eran escasas las posibilidades de contrarrestar todo el material acusatorio acopiado por la policía y el juez instructor. A partir de las reformas de 1978 y 1983, al entrar en comisaría tiene derecho a nombrar abogado, a permanecer callado y a ser informado de forma comprensible de la acusación que pesa contra su persona, así como a participar y conocer todas las diligencias que se practiquen.
No obstante, las innovaciones legislativas han producido en la práctica unos efectos contrarios a los buscados. La asistencia letrada al detenido se realiza con frecuencia de forma pasiva y rutinaria. Esta degradación de la práctica ha contado con cierto apoyo jurisprudencial que ha servido para sortear los obstáculos constitucionales y elevar los atestados policiales, con intervención de letrado, a la categoría de prueba suficiente y en muchos casos de única prueba para servir de base a gran parte de las condenas que pronuncian nuestros tribunales de justicia.
Por muchas garantías que quieran introducirse en la tramitación del sumario, toda la tarea que actualmente desarrolla el juez de instrucción resulta baldía y en cierto modo inconstitucional. Si respetamos las exigencias legales que imponen que sea en juicio oral y público donde se desarrolle toda la prueba, donde las partes hagan valer en igualdad de condiciones las pruebas de cargo y de descargo y donde los magistrados formen su convicción para pronunciar el veredicto, llegaremos a la conclusión de que nada de lo actuado por el juez de instrucción es válido si no se produce en el juicio oral.
Cuando la opinión pública fija su atención en algún caso apasionante se puede comprobar (juicio sobre la desaparición del Nani) que todo el meritorio esfuerzo del juez de instrucción desarrollado a lo largo de tres años se habría venido abajo, como la piedra de Sísifo, si los testigos y peritos no hubieran comparecido para ser interrogados en público ante las cámaras de televisión y los medios de prensa. Un experto auditor contable nos podría cuantificar todo el derroche económico y procesal que han supuesto los tres años de instrucción sumarial.
Tiempo perdido
La crisis se ha agravado al haber perdido demasiados años sin reformar el sistema de recursos y no haber hecho nada para evitar la sobrecarga agotadora que soporta la Sala Segunda del Tribunal Supremo, colocándola al borde de la impotencia ante el aluvión de recursos que propicia la amplitud de vías que proporciona el texto constitucional. En lugar de construir una segunda instancia se ha acudido a la ampliación sucesiva del número de magistrados con notorio riesgo de provocar una insuperable macrocefalia en el órgano encargado de unificar la jurisprudencia y sin que a pesar de ello pueda superar el ritmo de entrada de nuevos recursos, que avanza en proporción geométrica absorbiendo con creces el trabajo incesante de los magistrados.
Por eso propugnamos un proceso penal en el que, sin merma de las garantías, el ministerio fiscal tenga la responsabilidad de recoger todas las pruebas necesarias dirigiendo la policía judicial, en el que la defensa pueda preparar debidamente su estrategia contradictoria y en el que el juez de instrucción, que no ha participado en la búsqueda de la prueba acusatoria, decida, desde una posición de absoluta neutralidad, sobre aspectos que afectan a derechos fundamentales de la pesona como la libertad o prisión, la apertura de correspondencia o la entrada y registro en domicilios particulares.
El proceso penal, acosado por la acumulación de asuntos, exasperantemente lento y con serios riesgos de paralización, no puede permitirse por más tiempo soluciones de emergencia que sólo sirven para acentuar las grietas.
Los buenos propósitos de nuestros liberales, su insatisfacción ante el panorama que contemplaban y sus innegables deseos de modernidad permanecen en estado de hibernación, esperando un clima adecuado para implantarse en la realidad social y política que preside nuestro sistema constitucional.
El debate está abierto y apenas ha comenzado. Ni el Parlamento ha suscitado iniciativas para corregir el desastre ni las organizaciones de jueces y fiscales se han decantado claramente sobre las vías de salida a la deprimente situación actual.
La reforma del procedimiento penal es una tarea que sólo puede acometer un sistema político firme y estable sobre la base de un consenso lo más amplio posible de los sectores y fuerzas parlamentarias. La reforma no es obra de un día ni inspiración exclusiva de los técnicos.
es fiscal del Tribunal Supremo y presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos.
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