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Pedro Laín en tres ejes

Para entender a Pedro Laín en perspectiva, es decir, con el sombreado preciso, hay que echar mano de un sistema de tres ejes ineludibles: uno, el de la capacidad de decisión; otro, el de la capacidad de convivencia, y finalmente, el de un último fondo humano casi -o sin casi- imposible de formular en palabras de concepto.Laín ha sido, y es, hombre de duras, exigentes decisiones. Desde cambiar el rumbo de la vocación médica -psiquiatra en ciernes-, pasando por la transformación política -testigo, el Descargo personal-, hasta el intento de restablecer la justicia en la Universidad, o el giro absoluto que dio al estudio y a la enseñanza de la historia de la medicina en España, todo fueron empresas difíciles, arriesgadas y desde luego plagadas de obstáculos de toda índole. En esa tendencia a lo decisivo, a lo que hay que decidir, tuvo la virtud de practicar la espera sin prisas. De aguardar la hora propicia, su hora propicia, en medio del aislamiento, el silencio e incluso la solapada hostilidad el ciertos medios culturales. Con todo, sobrevino el triunfo. Pero al que es auténtico no le ofusca el éxito. ¿Por qué? Pues sencillamente porque entre la victoria y la persona, el hombre auténtico -caso de Laín- sabe interponer una zona de aislamiento en la que instala, con máxima elegancia, un cierto distanciamiento de la obra propia y, a su favor, una suave y envoivente ironía. Esto en Laín es muy evidente, y cuando uno charla con él sorprende la virtual carga de humor trascendente, elegante y nada maldIciente que soportan sus decires y sus valoraciones.

Dicho de otro modo, el triunfo en España se cifra en esta frase sacramental: "Fulano ha llegado". ¿A qué? A la riqueza, a la algarabía social, a todo lo externo. En tal sentido, puede asegurarse que Pedro Laín ha llegado y no ha llegado. Llegó por su vida y su obra, ambas fruto de serias decisiones, y ambas ejemplares. No llegó porque tanto una como otra cosa no se definen por la pura exterioridad, es decir, por llegar, sino como resultado de una creación original -la de los libros y la de la específica persona- que no va hacia nadie, sino que se justifica por sí misma y en sí misma. Si acaso, en lo que concierne a los libros, a Laín le gustaría verlos permanecer, saber que van a permanecer a lo largo del tiempo. Pero esa posibilidad de proyección en un futuro remoto no es ni siquiera imaginable, pues todo lo humano -egregio o vulgar- concluye por diluirse y desaparecer. Es lo que en mis tiempos los ancianos llamaban "la acción traumática del tiempo". Esta relativización de lo personal desemboca en una discreta y difusa burla hacia los demás y hacia uno mismo: otra característica muy lainiana. Pedro Laín ironiza sin hiel y analiza sin morder. Mas todo esto es algo así como el perfil del contacto intelectual con el prójimo. Más allá aparece el escorzo convivencial de nuestro hombre, que consiste en un manojo de virtudes del trato que pueden resumirse así: amabilidad. Exquisita cortesía. Bondad. Rechazo de la crispación y de la tosquedad. Generosidad. Confianza en los demás. Y sentido moral de la amistad, con adhesión a aquello que decía el moralista Joubert: "Cuando mis amigos son tuertos, los miro de perfil. Esto es lo que hace Laín: mirar de lado, y si es preciso de frente, pero siempre, indefectiblemente, con mirada comprensiva y disculpadora. Mas todo esto no tiene nada que ver con la aceptación incondicionada, con la pasividad cómoda, con lo que Calderón llamaba un "agradador". No es esto Pedro Laín, como no lo fue en sus tiempos Gregorio Marañón, al que se le tachó de amigo de arreglos a toda costa, y, en consecuencia, de nada batallador. Y con el que Laín muestra más de una noble semejanza. Cuando se estudien ambas personalidades en su raíz existencial, se verá hasta qué punto coinciden y en qué estratos del entender los problemas de España se entrecruzan y se potencian. Y así es posible afirmar que cada uno de ellos, en determinados momentos de sus vidas, trabajaron para un faturo no previsible, quizá ni siquiera vivible. Trabajaron para después. Y los dos sufrieron del achaque, repito que en determinados momentos de sus biografilas., de ser admirados y, al tiempo, repudiados. Y, por supuesto, no estudiados. Pero ellos atinaron a creer en el futuro. En el futuro como si ya fuera un presente. Durante los años oscuros -oscuros y aburridos-, Laín valoró el ahora, los tristes ahoras, como si en su entraña llevasen el germen de una venidera maduración.

Así preparó Laín, desde su estudio de escritor, el agridulce sabor del vivir en libertad. Era el atisbo de la transformación. El tener conciencia de que profetizaba, como muy pocos supieron hacerlo. Profetizaba, esto es, veía lo que otros no alcanzaban a ver. Y entonces, al lado de la ironía y la condescendencia, asomó en su vida un atisbo de orgullo, de legítimo orgullo: el de no estar cegado. Por eso, Pedro Laín es una tensa voluntad arropada en finas, delicadas maneras. Es, dicho de otro modo, la alquitarada educación puesta al servicio de un diamantino campo de fuerzas, de unos ejes de cristalización firmes e inmutables.

Es lo que yo llamo la cortesía de trinchera". Algo que practicó de manera genial Mallarmé, y que antes había aconsejado Nietzsche al afirmar que hay que "decir no lo menos posible" ("so wenig als möglich nein zu sagen"). ¿Para qué? Para "separarse, alejarse de aquello a lo cual habría necesidad de decir no una y otra vez". Pedro Laín, de entrada, acepta correctamente, educadamente, y luego, cuando el interlocutor se percata, ya nuestro hombre está lejos y fuera de su alcance. Ya está extramuros del opinante de turrio.

Pero hay un último y definitivo Laín, un Laín secreto en el que fulgura el rayo de la disconformidad radical. Esta disconformidad está situada, más allá de las ideas, en una base emocional oscura, entrañada, es decir, convertida en íntima entraña, que si alguien -incluso el propio sujeto- fuese quién a desentrañarla, dejaría a Pedro Laín a la intemperie y en absoluto desvalimiento. En su trato convivencial siempre tenemos la aprensión, la inquietante aprensión, de que algo queda sin aclarar. Algo a lo que una especie de radical pudor impide dar salida. No se trata, ni mucho menos, de reprimir "la cólera del español sentado". Se trata de algo más, de algo sumamente complejo en lo que se cuela dolorosamente, después de la ironía, después de la condescendencia y después de toda relativización, un amor comunitario desesperado y dubitante. Éstos sentires viscerales de Laín son opacos y, a la vez, transparentes en su opacidad. Es como una instancia amorosa hacia los demás con tales brazas de profundidad que lo discreto es descansar en la activa espera -estrategema muy lainiana-. De ahí el aire de superviviente que en Pedro Laín se respira. El aire de náufrago con secreto, de náufrago rescatado y silencioso.

Hasta aquí, el bulto humano de Pedro Laín en sus tres ejes esenciales. Resultado: un hombre cabal. Un hombre cabal en el sentido más directo, es decir, en el del hombre que está al cabo de las virtudes y las cualidades. O lo que es lo mismo: en la extremidad de la plenitud moral e intelectual. Insisto: un hombre cabal.

Como es cabal también su obra, pues ella -la que sea, trabajo historiográfico, ensayo, etcétera- agota indefectiblemente el problema en que se ocupa.

De esta manera se afirma, en sus 80 años, Pedro Laín. Son tres ejes de cristalización cuyo resultado último es un fino, luminoso cristal. El cristal iridiscente de una vida honesta y fecunda.

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