Cuadros de una exposición
Las visitas a los museos son una gimnasia que estoy dispuesto a practicar lo menos posible. Nada tan terrible como las agujetas museíles. Hasta que no se invente el sillón de ruedas teledirigido para cada visitante siempre será mejor merendar en la hierba con una mujer desnuda, siguiendo los sanos consejos de Manet, que visitar museos.Pero no hay otro remedio que visitar el Museo d'Orsay. Me come la curiosidad. Hace muchos años, cuando se dijo que la Gare d'Orsay iba a ser demolida, miles de personas pusieron el grito en el cielo. Aunque ahora existan muchas especies en extinción, pensemos que aún hace poco tiempo existían, refugiándose entre prefecturas y en consistorios municipales, una especie de bestias pardas que encontraban naturalisimo demoler la Estación d'Orsay. ¿Por qué motivos? Poca cosa. A estos árbitros elegantorums les parecía cursi. ¡Cuántos horizontes de especulación y provecho descubre un edificio cursi en pleno centro de la ciudad!
Se había hecho una estación de gran opereta, para que llegaran en tren hasta el mismo centro de París el conde de Luxemburgo, el zar Alejandro, la Bella Otero y la duquesa del Tabarin. Y ahora se la quería echar abajo porque la opereta musical no que laba a la altura de El balcón de Jean Genet. Yo he visto a esta Gare, d'Orsay humillada por barreras llenas de carteles que la clausuraban, aunque por veces abriese sus espacios a las empresas más dispares. Orson Welles filmó en ella su película El proceso. Gran instinto el de Welles para destacar el terror arquitectónico de las estaciones sin tráfico. Luego, Jean Louis Barrault plantó en ella una carpa bajo la que, por cierto, yo le vi interpretar el último acto del Zapato de raso. que duraba casi tres horas. En fin, a la Gare d'Orsay le sucedieron muchas cosas desagradables antes de convertirse en lo que se debía convertir, en un museo del siglo XIX. No se la podía aprovechar mejor.
Más bien, ahora la Gare d'Orsay es todo un espectáculo. El inspirado arquitecto, viendo lo cuadrangular de su vocación ferroviaria, ha sembrado por todo su espacio una nueva noción de lo que ha de ser el recoveco. Y ya entronizado el recoveco, lo ha llenado de pinturas y esculturas recovescas, pues a muchas de estas obras había que buscarlas antes en los más desairados pasillos y los más oscuros destierros, por mor de la mentalidad racionalista de nuestros padres y abuelos.
Pues nada, vamos a ver el Museo d'Orsay, consagrado al arte del siglo XIX. Y lo vamos a mirar con gusto y detenidamente porque el siglo XIX estaba loco de idealismo y de sífilis. A la Sífilis yo la veo como una musa andrógina de Gustave Moreau, incrustada de joyas fúnebres y perversas.
Nunca alabaremos bastante la creación de estos nuevos museos, porque nos dan una nueva noción de las cosas viejas cambiándonos el punto de vista.
Miren ustedes por donde, ahora resulta desconcertante comprobar que una ninfa de Thomas Couture o de Chasseriau no se diferencia tanto de las Olimpias y las baigneuses de Manet. Hilaban demasiado delgado aquellos hombres de levita. Le defeuner sur l'herbe me resulta hoy tan convencional como una composición de Léon Gérome. Por el contrario, en El combate de gallos de Gérome encuentro que no se puede ir más allá como iniciación a la lujuria en dos cuerpos adolescentes embadurnados de la más rijosa vaselina académica.
Lo 'pompier'
A partir de Léon Gérome, todo en este museo es disfrute. Viva el orientalismo próximo y extremo. He aquí a Dos jefes de tribus árabes, desafiándose en singular combate ante los muros de una ciudad, de Chasserlau, salón de 1852. Da gusto cuando la gente no se reprime. Lopompier desata olas de admiración en esta generación con patines, dada también la circunstancia de que con tanto de salubridad y buenos alimentos, sus nuevos cuerpos no le deben nada a Emilio Zola y, por el contrario, se parecen horrores a los decantados palmitos de Couture. Gran impresión ante su cuadro Los romanos de la decadencia, hecho para un ideal Ayuntamiento de Babilonia y que parece ocupar el mismo espacio que el departamento de Le Seine et Oise.
Y aquí tenemos al Orfeo, de Moreau. Como a los ochocentistas los volvió locos la ingestión de Salvarsán, no me extraña en absoluto que el Orfeo de Moreau sea una mujer. Hay muchos Puvis de Chavannes. ¿Cómo habría de ser la pintura de un señor que se apellida Puvis? Exactamente como la vemos. Unos seres lánguidos y encenizados piensan en morirse de hastío al lado de una barca o a la sombra de un sauce.
¡Caramba! Aquí está el don Juan Prim de Regnauld, Madrid, 1869. El caballo, precioso, humeando guerras civiles por los agujeros de su nariz. Y don Juan con un mechón de chico travieso sobre la frente enfebrecida. En segundo término, el francés ha pintado a una muchedumbre española, descamisada y pecho adelante, con tufos, patillas de boca de hacha y pañuelo de hierbas aturbantado sobre la heroica cabeza de chorlito.
Y aquí el interesante Montigelli, que pintó con ayuda de las más inefables mermeladas recocidas en profundos colores. Orgía máxima de la materia. Un cuadro interesante: Don Quyote y Sancho Panza. Pero ¿dónde están Don Quijote y Sancho? Los buscamos encarnizadamente, hasta que damos con ellos, muy pequeñitos, emergiendo de un nido montigellesco de sombrastórridas y fundentes. Todo el resto es vegetación alterada y gesticulante, en la que se debaten unas damas emperifolladas como moscas caídas en la miel.
Courbet. El entierro en Ornans, cada vez más parecido a una carbonería.
A mis espaldas me amenaza un cuadro tan grande que me da pereza mirarlo. Es de un asunto tan profuso y de unas formas tan exaltadas que no se sabe lo que representa. Se diría una paella retostada y en dulce. También Narciso Díaz de la Peña se las trae. Parece que pinta con regaliz. Abundan mucho los bosques sombríos y crepusculares, las cuerdas de pesos, los hermosos huérfanos de padre y madre, abocados a incitar descaradamente a la perversión de menores.
Estos locos del ochocientos viven en pleno desafuero. ¿Cómo se puede trabajar en un taller como el de Courbet, que parece una estación de paso? No habría medio de concentrarse. Allí los amigos y los enemigos, los proveedores, los acreedores, niños, animales y una sola modelo con el culo al aire. Y de todo esto decían que era representar las cosas con naturalidad.
Ahora le llega el turno a Jean Péreaud. La Magdalena en la casa del faríseo. Es una interpretación descabellada y, por ende, genial y patosa como ella sola. Todos, excepto Cristo y la Magdalena, van vestidos a la moderna, es decir, con levita y lustrosa calva. Cristo es representado bajo los rasgos del periodista Albert Duc-Kuerey, socialista. Y Simón el fariseo es... Ernest Renan. El arte comprometido tiene estos malos precedentes. Que el bueno de Millet los perdone.
Sí, porque aquí tenemos alsanto Millet, profundo, recogido y humilde. Buenísima pintura para no enseñar ni a los amigos. Aquí comienza la parte genial de ese siglo en Francia. Los impresionistas como Monet, Sisley, Pissarro, nos descubren la vida y la luz en unos cuadros de pequeño formato, sin pretensiones y, a la vez, tan revolucionarios para el devenir de la pintura que no se explica uno como un artista ha sido capaz de tanta modestia. Claro, los coronó la inspiración, el talento. El camino entre las altas hierbas de Renoir es algo desgarrador de belleza, de felicidad pasada. Es una tarde de domingo en la campagne. Tuesta el sol. Lejos se remueven las simples indicaciones plásticas de unos niños que corretean y una dama que pasea cubriéndose con la sombrilla. Algo como para herir de muerte al director de cine Ingmar Bergman. Y todo ello en muy pocos centímetros cuadrados de tela. Ésta es la Francia profunda y talentosa, la misma Francia del aterido y sensual Debussy. Ésta es la Francia deficiosa que se lleva en el corazón.
El Barrio Latino
Y al fin salgo del espectacular museo tan cansado que sueño que una samaritana pompier de pecho ideal -y descubiertome aplique un buen bailo de pies, un masaje y que, al final, me enjugue con su melena blonda y pesada. Pero no hay tiempo que perder y caminamos al borde del Sena hacia un barrio que, por efecto de mi fatiga, aún me parece más legendario que todo lo visto en el Museo d'Orsay.
¿Qué le parece al buen salvaje la perspectiva de los puentes del Sena a un lado y a otro del Puente Nuevo, que es viejísimo? Le parece el espléndido decorado histórico de una superproducción americana de los años cuarenta-cincuenta. Ni siquiera conoclendo algo sobre París se le affiade gran cosa a esta impresión verdaderamente impactante. Los pueblos tienen sus momentos de inspiración -¡ojalá lo tenga Sevilla en el 92 o nos moriremos de la vergüenzal- y París tuvo inspiración durante muchos siglos y ahora muestra voluntad de tenerla, lo que tampoco esta vez tiene Madrid, al que no sabemos cuando le tocará. Desde Carlos III no ha vuelto a dar una.
En la plaza de Saint Michel, el salvaje también echa de ver que toda la costa está llena de moros. Y de hispanos y de sangres oblicuas. Bastante más que en Tirso de Molina y en todo Lavapiés. Y las callejuelas traseras ¡un horrniguero! O te aguantas o eres de Le Pen, un torturador encubierto de patriotismo ecológico, como le corresponde a un salvaje. Pero tampoco se puede obviar algún problema, porque existe. Como todo problema tiene su corazoncito, entrar en el corazón del problema le puede causar infarto a las convicciones más sólidas. Pero es simpática exteriormente esta animación de zoco, esta exposición en la calle de discos y libros baratos -es un decir-, estos quioscos de gaufrettes (barquillos) y salchichas o azúcar hilado, esta cantidad de seres perdidos que, aparentemente, van a lo suyo. Superponiéndose al trazado general, burgués, de París. Dejándolo ver. Esta superposición es la novedad para mí, que sí tengo juicios y prejuicios sobre la ciudad.
Un punto neurálgico.
La gran novedad de París está hoy en el barrio de la Bastilla. La gente se desplaza para tomar una copa y para cenar. La Rue Charonne, la Rue de la Roquette, la Rue de la Lappe están llenas de galerías, restaurantes, bares y anticuarios, muchísimos de reciente creación. Los seres que por allí deambulan, si no van vestidos de modernos, son árabes, negros, hindúes, japoneses, que son más modernos todavía. Por allí anda Fifi, antiguo videur o gorila del Palace, que echaba a los clientes indeseables y que hoy posee un bar -con gran moto a la puerta- en el barrio de moda. Se ve en seguida que en este centro saleroso reinan los amigos de Fifi y, para unos españoles acostumbrados al perfume de la canalla, esto nos refresca bastante el ánimo.
-Es como Huertas -dice el salvaje-, pero como 300 veces mayor. Para que luego hablen de movida.
-Nada.
La movida es mundial -digo yo-, el mundo se mueve enturbiándose cada vez más. Mira, ahí tienes un cartel con la cara de Simon Weilles, la Lazare estomagante de Bataille en su novela El azul del cielo -era una profetisa de verdad, bien es cierto que las profetisas no tienen mucho sexy- que ahora preside las vallas cochambrosas de carteles desgarrados y preside esta confusión de gentes que antes no tenían derecho ni a disponer de su Bastilla. Turbios, sí, pero algo mejorados por la libertad y el nivel de vida. No importa que como supremo adorno pintoresco también se mueva en estos campos Fifi.
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