Una Iglesia bananera
Cualquiera diría, señala el autor, que el discreto y reservado nuncio Mario Tagliaferri ha dado la consigna de la incontinencia verbal a unos obispos cada vez más dispuestos a aparecer ante la opinión pública como si estuvieran compitiendo entre sí en una insensata carrera de despropósitos.
No es que pierdan continuamente excelentes oportunidades de callar. Es que esta exhibición de una retórica de choque, que parece animada por el deseo de ser carne de titular, casi puede interpretarse como una nueva forma de sumisión a los designios de la nunciatura. Primero fue la comparación de España con el régimen castrista. Después, la calificación de nuestra situación actual como una república bananera. El cardenal Jubany, con su reconocida capacidad de regate, ha cubierto su cuota de declaraciones en Italia; así, de una tacada, cumple allí ante quienes ha de hacerlo, y se asegura una mayor discreción en el titular de aquí. El siguiente, por favor.Simultáneamente con estos fuegos de artificio retórico se ha ido avanzando en un proceso que está cambiando progresivamente el rostro de la Iglesia española. Ninguno de estos cambios, por ahora, tiene en sí mismo la suficiente magnitud como para visualizar ante la opinión pública lo que cada vez más parece un proyecto de intervención deliberado. Pero está claro que aquí alguien ha diseñado un proceso de (re)construcción pieza a pieza que cada día resulta más asfixiante para quienes no nos identificamos con él. Y esto no sólo nos ocurre a muchos cristianos de a pie: incluso algunos obispos y superiores religiosos también confiesan en privado su desazón y malestar ante esta ofensiva férrea. Los cambios en el seminario de Madrid, las sustituciones en la dirección de Vida Nueva y Misión Abierta, la promoción de F. Sebastián, los casos Estrada y Castillo, los intentos persistentes de homogeneizar la formación y la reflexión teológicas... son sólo algunos hitos de un cierto calibre en una historia que no sabemos dónde ni cuándo acabará, pero que ya está empapando todo el clima eclesial. Quién nos iba a decir a muchos cristianos que, al final, veríamos al Gran Hermano ensotanado.
Todavía están frescas las reacciones ante la última encíclica de Juan Pablo II. Pero lo que resulta de dudoso gusto es que algunos obispos hayan tenido que esperar a su publicación para enarbolarla bandera de la solidaridad con los pobres... y utilizarla como ariete en su cada vez más explícito enfrentamiento político con el Gobierno.
Entre nosotros la Prensa dio una gran importancia al párrafo en el que se instaba a la Iglesia a vender sus bienes superfluos para paliar necesidades perentorias. Dar honores de titular a este párrafo nos pareció a muchos una lectura muy pobre y parcial de la encíclica. Pero creo que ahora. hay que añadir que esta lectura que hicieron algunos periódicos es tan parcial como acertada. Porque lo que pone de relieve este tratamiento informativo es que este planteamiento es, hoy, una novedad en la práctica de la Iglesia. En lugar de criticar esta recepción, la Iglesia haría bien en preguntarse qué revela de sí misma el hecho, de que la opinión pública vea una novedad donde la Iglesia dice que no hay ninguna. No deja de ser sintomático que -con excepciones- tras la publicación de la encíclica algunos obispos emblemáticos hayan aprovechado el resto de la encíclica para legitimar el oportunismo de sus críticas políticas... y hayan matizado o ignorado el alcance real de este párrafo.
¡Pues vaya expertos!
En la misma encíclica, la Iglesia se justifica a sí misma y a su palabra en la medida en que se concibe como "experta en humanidad". Por suerte, si algo tiene claro nuestra cultura es que los expertos se equivocan -¡y mucho!-, y que su palabra no puede fundamentarse en argumentos de autoridad. Pero no es éste el talante con el que parece escrita, ni menos aún el que se corresponde con las actitudes de quienes llevan la voz cantante entre los obispos (y nunca mejor empleada la expresión). Porque el problema de fondo reside en una apropiación por parte de la jerarquía de todas las instancias de juicio cuando se trata de establecer principios o valoraciones morales o eclesiales, y cuando se trata de decidir ante opciones y situaciones concretas. En esto consiste, en definitiva, para ellos "ser expertos". Con la argucia de que ellos sólo son competentes en materia de principios (¿por qué?), evitan el riesgo de entrar en el juego de las concreciones explícitas y de su inevitable confrontación, pero se reservan el juicio sobre todas ellas. Así, pueden exigirlas en nombre de los principios que proclaman, al mismo tiempo que afirman retóricamente que ninguna de ellas se identifica con el reino de Dios, siempre que los pobres desgraciados que no tienen Más remedio que realizarlas sean conscientes de que dichas concreciones sólo revelan su verdad cuando son iluminadas por la palabra-juicio que los obispos previamente ya han definido como suya, y ante la cual no hay apelación posible... ni ante sus consecuencias prácticas.
No cabe la menor duda de que los obispos tienen todo el derecho de explicitar sus opiniones. Pero su credibilidad se juega en el hecho de que reconozcan que sólo tienen una palabra, y no la última, ni -¡menos aún!- la única, en cuestiones de humanidad. La palabra cristiana sólo puede ser creíble en la medida en que sea una palabra que se ofrece como invitación en el diálogo colectivo. Pero, si esto es así, lo primero que debe hacer es mostrarse como capaz de generar diálogo y reconocimiento mutuo en el mismo seno de la Iglesia. ¿Hasta qué punto no deberían reconocer los obispos, y de una vez para siempre, que ellos también han de tomar, -y, de hecho, toman continuamente- decisiones concretas que, como tales, también son discutibles e inadecuadas y no pueden identificarse consciente o inconscientemente con la voluntad de Dios ni con el bien de la Iglesia? Al fin y al cabo, a una Iglesia concebida en clave, no digo ya de obediencia, sino simplemente de sumisión y dependencia, le basta con un espejo para contemplar un ejemplo de lo que algún obispo ha llamado "una república bananera". Claro que, a lo peor, también a esto le encontraban un nombre y una justificación teológicos.
es profesor de Filosofía Social.
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