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Tribuna
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Sobre la policia

Si hiciésemos una estadística de los delitos comunes -no profesionales-, y sólo de los que aparecen en la Prensa, de que son reos miembros de los cuerpos y fuerzas de orden público, desde el contrabando hasta el uso fuera de servicio de las armas de fuego, dudo que el porcentaje que obtendríamos fuese muy inferior al que daría la población civil en general. Sí, considerando que los cuerpos y fuerzas de orden público son los que tienen en su mano los instrumentos legales y la autoridad principal para conocer de los delitos y denunciarlos, al par que la razón de Estado y la soberbia connatural a todo espíritu de cuerpo, y de modo especial a quienes tienen en su mano algo tan escabroso como el monopolio de la violencia los presionan fortísimamente a velar por el prestigio de sus instituciones, han de tender naturalmente a proteger a sus miembros y a encubrirles todo lo encubrible, tendremos que concluir que el porcentaje sacado de las informaciones de prensa ha de ser inferior al real, aunque tal vez casi iguale al que se obtiene de la población civil. Si a ese porcentaje de delincuencia común de los cuerpos y fuerzas de orden público añadimos por una parte lo encubierto o disimulado por quienes, como ellos, tienen el monopolio de la información y el porcentaje sin duda muy superior de la delincuencia profesional, empezando por la tortura y acabando por el encubrimiento, en este caso ya automático y sistemático, de toda clase de excesos y abusos, tendremos que entre la delincuencia común y la profesional los cuerpos y fuerzas de orden público superan tal vez muy ampliamente los porcentajes que arroja la población civil y que tales cuerpos y fuerzas tienen por misión prevenir, reprimir y denunciar. Resultaría entonces que la existencia de cuerpos y fuerzas de orden público, destinados a disminuir la delincuencia común, no hace sino incrementar el porcentaje total de delincuencia, alimentando las cifras de la delincuencia común y añadiendo a ellas las muy altas de la delincuencia profesional.Resultaría, así pues, que con la creación de toda clase de policías o represores estatales de la delincuencia el Estado ha hecho un nan como unas hostias ha creado un remedio peor que la enfermedad. Pero la cosa no para ni con mucho aquí, pues resulta que tanto la actuación de la policía como, en igual o mayor grado, la sanción penal de la prisión son factores específicamente criminógenos, particularmente especializados en convertir al delincuente ocasional en profesional. Las pretensiones de redención o recuperación social del delincuente que los ilusos o mal intencionados suelen atribuir al castigo de la prisión son, tal como ha tenido el valor de reconocer recientemente Clemente Auger, pura hipocresía o cobardía de quienes no quieren reconocer o mirar cara a cara el mal en la plenitud de su triunfo y de su arraigo en este desventurado mundo de los hombres.Por todo ello he considerado oportuno recoger ahora, como advertencia y principio de reflexión para excesivos optimismos democráticos, el párrafo que Walter Benjamín, en su ensayo Para la crítica de la violencia, dedica a la institución de la policía (y perdóneseme lo largo de la cita): "En una combinación mucho más innatural que en la pena de muerte, en una mescolanza casi espectral, estas dos especies de violencia" (se refiere a las que ha definido como "violencia creadora de derecho" y "violencia conservadora de derecho") "se hallan presentes en otra institución del Estado moderno: en la policía. La policía es un poder con fines jurídicos -con poder para disponer-, pero también con la posibilidad de poder establecer para sí misma, dentro de vastos límites, tales fines -poder para ordenar-. El aspecto ignominioso de esta autoridad -que es advertido por pocos sólo porque sus atribuciones en raros casos justifican las intervenciones más brutales pero pueden operar con tanta mayor ceguera en los sectores más indefensos y contra las personas sagaces a las que no protegen las leyes del Estado- consiste en que en ella se ha suprimido la división entre violencia que funda y violencia que conserva la ley. ( ... ) Incluso 'el derecho' de la policía marca justamente el punto en que el Estado, sea por impotencia o por conexiones inmanentes de todo orden jurídico, no se halla ya en grado de garantizarse -mediante el ordenamiento jurídico- los fines empíricos que pretende alcanzar a toda costa. Por ello la policía interviene 'por razones de seguridad' en casos innumerables en que no subsiste una clara situación jurídica, cuando no acompaña al ciudadano, como una vejación brutal, sin relación alguna con fines jurídicos, a lo largo de una vida regulada por ordenanzas, o directamente no lo vigila. ( ... ) Su poder es informe, así como su presencia es espectral, inaferrable y difusa por doquier, en la vida de los Estados civilizados". (Hasta aquí Walter Benjamín.)

Creo que los últimos acontecimientos judiciales son lo bastante escandalosos y alarmantes como para revisar cualquier clase de ilusionado optimismo que el sedicente Estado democrático actual haya podido concebir en cuanto a la compatibilidad de la existencia de la policía, tal como ahora es, con cualquier imagen mínimamente justificada y presentable de lo que se ha dado en llamar Estado de derecho. O la razón de Estado y la arcana imperii se afrontan de una vez con sinceridad y con franqueza y se reconoce que un verdadero Estado de derecho sólo se alcanza a costa de una disminución real bastante notable de la eficacia de la policía, y se denuncian, por tanto, como irresponsables y temerarias todas las protestas de ineficacia policial que vengan de la oposición, como una verdadera incitación al atropello, a la tortura y a la delincuencia profesional de la policía, o esto se va a convertir en una escalada sin fin que haga pura mentira indecible, y engaño tan mudo como manifiesto, toda presunción de Estado de derecho y de democracia. Me parece que ha llegado el momento de escoger, e invito al nuevo ministro de Interior a hacerlo de una vez a todo riesgo y con toda la valentía que se precisa.

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