Sentencia ejemplar
LA SALA Segunda del Tribunal Supremo ha condenado a los jueces de primera instancia de Barcelona Carlos Lorenzo-Penalva y Joaquín García Lavernia a penas de cárcel (cinco años y cuatro años y cuatro meses, respectivamente) por un comprobado delito de cohecho. La sentencia del alto tribunal pone así fin a un proceso ejemplar en el que la judicatura, ante la difícil prueba que un juicio de esta naturaleza suponía para la carrera en conjunto, ha salido notablemente fortalecida. La separación y el castigo de los miembros podridos no puede redundar sino en la salud y fortaleza de la totalidad de un cuerpo.La sentencia del Tribunal Supremo debe ser ejemplar para otros grupos del aparato del Estado, de cuya transparencia y limpieza depende en gran medida la pervivencia de la democracia y el respeto de los ciudadanos por nuestro sistema político. Y muy concretamente eso es aplicable a los cuerpos de seguridad del Estado, algunos de cuyos integrantes comparecen ahora ante los tribunales. Las reacciones corporativas en casos semejantes, lejos de fortalecer el prestigio de los colegas de los acusados, lo dañan gravemente, al tiempo que la disposición de los propios profesionales a erradicar de su seno a personas o sectores indeseables no hace sino enaltecer a esos cuerpos.
La condena contra los des jueces de primera instancia de Barcelona pone término a la presunción de impunidad que acompañaba a determinados servidores del Estado. La memoria no guarda recuerdo de algo semejante al menos desde la muerte de Franco, y tal vez pueden contarse con los dedos de una mano los jueces condenados por algún delito desde principios de este siglo. La simple querella contra un magistrado era algo impensable solamente hace algunos años, y cualquier crítica contra un juez podía ser considerada inmediatamente como un delito de desacato, una figura penal que la magistratura ha utilizado con frecuencia como una barrera para defenderse de cualquier juicio, profesional o político, sobre su actuación.
Al mismo tiempo, la importante resolución del Supremo viene a poner coto a un mal que amenaza como un cáncer a importantes instancias del Estado: la corrupción. Y en este sentido es de destacar la resolución de los juzgadores, a quienes no ha importado remover dentro de un lodo que algunos podían temer les salpicara, con tal de acabar con un estado de cosas insostenible. La reforma del sistema de tasas y un mayor celo por parte de la magistratura están consiguiendo avances en la lucha contra las astillas, un sistema endémico de pequeñas corrupciones con el que todos los actores de la justicia han aprendido a convivir en España tal vez desde siglos.
Más grave es la corrupción propiciada por las subastas judiciales de bienes sometidos a embargo. Desde hace años, los medios de información han venido denunciando las irregularidades que se producían, sobre todo en Barcelona, en este terreno. Los beneficiarios son grupos auténticamente mafiosos que monopolizan este tipo de subastas obteniendo importantes beneficios. No se sabía, sin embargo, que la corrupción pudiera llegar hasta los propios jueces encargados de velar por la limpieza de ese tipo de subastas. Cuando la implicación de los dos jueces ahora condenados saltó a las páginas de la Prensa, ambos tuvieron la desfachatez de presentar un aluvión de demandas por supuesto atentado contra el honor contra los periodistas autores de la información, que en algunos casos llegaron incluso a prosperar y ahora están recurridas. Establecida la veracidad de la acusación por el Supremo, los recursos deberían ser atendidos.
La sentencia ahora pronunciada contribuirá a acabar de raíz con la extensión del mal de la corrupción y estimulará a todos aquellos que, desde dentro y desde fuera de la magistratura, están luchando por una justicia más limpia y más eficaz en nuestro país.
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