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Ramón en la actualidad

Invitado con ocasión del centenario del nacimiento de Gómez de la Serna -que se cumple justamente hoy- a discurrir en mesa redonda sobre la posible actualidad de este singularísimo escritor, he creído conveniente comenzar mis reflexiones, apoyándome en el hecho de que sus obras no hayan alcanzado nunca hasta ahora a despertar el interés del gran público lector. Cierto es que Ramón tuvo desde muy pronto, y ha mantenido intacta, la apreciación unánime y entusiasta de los ambientes intelectuales, artísticos y literarios; y no es menos cierto que su figura disfrutó también de una popularidad basada en sus aspectos pintorescos y fomentada por él mismo con actuaciones que, superficialmente, podía el vulgo interpretar sin más como un deseo de llamar la atención. Pero ahí se ha agotado hasta el momento la curiosidad de las gentes, sin que bastara a moverlas hacia la lectura de sus libros.Cabe atribuir esto a la resistencia que las innovaciones artísticas suelen encontrar frente a los gustos rutinarios. El arte nuevo de la época vanguardista, como antes el modernismo, tendría que vencer esa resistencia, y la vencería con el tiempo, conforme la sensibilidad común se fuera acostumbrando a los estilos que de entrada le chocaban -tal era, por ejemplo, la convicción de un Pedro Salinas-. O bien -según la posición mantenida por Ortega y Gasset en La deshumanización del arte-, se trataba de un arte minoritario por principio y en esencia, que jamás sería aceptado por las mayorías ni podría afectar a las masas. De ahí su apodíctica sentencia: "Dondequiera que las jóvenes musas se presentar, la masa las cocea". Sin embargo, y por cuanto se refiere a las artes plásticas, que probablemente tenía él más a la vista cuando redactó su frase famosa, la realidad parece haber desmentido la afirmación orteguiaña: en las paredes de las porterías se emparejan hoy con frecuencia las reproducciones de un grabado de Picasso o incluso un abstracto de Miró con el cromo del Sagrado, Corazón. Es evidente que las multitudes actuales se muestran receptivas aun para las más atrevidas manifestaciones de la imaginación artística. Y a pesar de ello, estoy lejos de creer que lo dicho por Ortega fuera erróneo; habría que matizarlo. Ante todo, el coceo a que impiadosamente alude era cosa de general experiencia por aquel entonces. Recuerdo a propósito una situación algo cómica cuando, hará unos 30 años, visitaba con mi familia un delicioso museo picassiano en el sur de Francia, y en sus desiertas salas se oía a una señora despotricar en voz alta -rebuznar, si se quiere contra lo que veían sus ojos, mientras que el marido, avergonzado y echando miradas a su alrededor, no sabía qué hacerse para callarla. Pero quisiera yo consignar aquí por lo pronto una observación en defensa, justificación y honor del filisteo que coceaba o rebuznaba. Su rechazo del arte nuevo estaba sustentado por criterios estéticos -de ahí su violencia apasionada-; lo que se le proponía como arte, chocaba con los patrones artísticos en que su sensibilidad estaba educada, mientras que la muda aquiescencia con que generalmente son recibidas hoy día las novedades, o aparentes novedades, obedece a una carencia de semejante educación, a la falta de un sistema estético establecido con firmeza en la conciencia pública. Así, ahora en cualquier museo del mundo vemos pasar caravanas de visitantes sin inmutarse ante las más audaces creaciones, buenas o malas, mejores o peores; y su silencio puede ser debido a respeto o a simple indiferencia. Pero sobre esto volveré más adelante.

Retomando, pues, el caso de Ramón Gómez de la Serna, es obvio que su influencia literaria ha sido muy profunda y universal; esto nadie lo pone en duda; pero, con todo, su obra escrita no ha transcendido al gran público, como ha transcendido en cambio la obra de otros escritores modernos, grandes varios de ellos, otros mediocres y aun algunos francamente malos (esto es, falsificadores), cuyos libros difíciles se venden en cantidad considerable, aunque quizá no sean leídos en la misma medida, y cuyos nombres suenan de continuo con igual falta de discriminación. ¿Por qué?, me pregunto. Y me respondo a mí mismo: tal vez a causa de factores circunstanciales, por las circunstancias históricas en que le tocó vivir. Durante el período de su espectacular eclosión como fenómeno de las letras procuró él denodadamente (ya el título de su primer libro, Entrando en fuego, lo muestra) abrirse paso y poner en juego toda clase de recursos para establecer su personalidad de ¡nnovador genial, dando lugar a esa imagen pintoresca en la que se han detenido las miradas sin penetrar hasta el fondo, no ya de su creación literaria, sino incluso de esas mismas actuaciones histriónicas que, lejos de ser frívolas, albergaban un significado profundo, más allá de su intención obvia de impresionar y desafiar las pautas convencionales de la burguesía llana. Esto lo habían procurado ya de varias maneras generaciones sucesivas desde el Romanticismo hasta la del 98; pero las actuaciones de Ramón y, en general, de las vanguardias implicaban una subversión más seria cuyos efectos se harían sentir en toda su hondura tras de la II Guerra Mundial. Entre tanto, el temporal que amagaba y descargaría con esta guerra oscureció de repente el cielo de las artes y alteró gravemente el tono de las letras en la década de 1930, suspendiendo la vigencia del ramonismo y las vanguardias. Pasada la tormenta y restablecida en el mundo la normalidad capaz de prestar una nueva oportunidad a su ágil ligereza lúdica, Gómez de la Serna no pudo salir ya del hondón en que había caído. Fue una verdadera pena; otra ocasión perdida, y también a causa de las desfavorables condiciones en que se hallaba España, su España. Fuera de ella se redescubría la vanguardia pretendiendo renovar su espíritu con manifestaciones diversas. Incluso se presentó en varias ciudades una exposición retrospectiva -que yo pude ver en Chicago y en Nueva York- donde, sin decirlo, se hacía evidente que las audacias intentadas por artistas de la posguerra habían sido propuestas con mayor osadía y mejor logro ya en el primer tercio del siglo. Y ciertamente, ante los ahora llamados happenings, muchas veces bastante insípidos y bobos, era inevitable recordar con nostálgica admiración aquellos espectáculos que montaba Ramón -sus conferencias-maleta, por ejemplo-, tan conseguidos y tan cargados de sentido, por mucho que en su día fuesen recibidos como simple curiosidad superficial.

Quizá las circunstancias históricas a que he aludido puedan explicar la que bien pudiera calificarse de mala suerte sufrida por este gran genio literario en su relación con el público. Pero si nos planteamos ahora la cuestión acerca de una posible actualidad de su obra, habrá que decir ante todo que, en el plano de las letras, esa obra se encuentra establecida de una vez para siempre al lado de la de los mayores creadores del idioma. Acerca de esto no creo que haya dudas. Cosa distinta es la de saber si hay perspectivas de que sus escritos alcancen por fin esa difusión popular continuada que corresponde a los clásicos, y si la presente coyuntura del centenario tendrá la virtud de promover su contacto con las amplias capas de lectores que hoy adquieren libros de orientaciones y calidades muy diversas, familiarizándose con el nombre de sus autores.

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