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'Vendetta' contra tiranos

El hombre circulaba en su automóvil por una de esas calles que los de tráfico, gente sanguínea y poética, llama grandes arterias. Al llegar al semáforo se detuvo suavemente y se preparó para contemplar el paso de la gente con la melancolía de un espectador de cine de barrio. Antes de que los primeros personajes desfilaran por el parabrisas tuvo tiempo de pensar que esas buenas sensaciones normalmente no duran mucho. Mal hecho. Porque esos pensamientos suelen actuar como premoniciones. Así que en mitad del idílico encierro, algo metálico repiqueteó en la ventanilla de su puerta.Ante la insistencia del estrépito, no tuvo más remedio que acabar mirando. Un tipo vestido de azul oscuro, al que tardaría bastante en identificar, y que ostentaba un pito en la boca que no le impedía emitir una suerte de gruñido, llamaba ruidosamente su atención con un bolígrafo barato. Bajó la ventanilla, no sin temor, consolándose con la posibilidad de que se tratara de un agresivo vendedor ambulante, y escuchó de su boca algo que en principio le pareció un misterio.

-Tá té pisando la aya del bus

-acertó a entender.

-Creo que no le comprendo -balbució.

Una catarata de palabras resonantes inundó la cabina del automóvil. Cogiendo una de aquí y otra de allá, pudo interpretar dos cosas. La primera es que había infringido cierta ley de tráfico. La segunda, que quien así lo hacía constar era un agente de la autoridad municipal. Y en este punto es donde se produjo lo que un argentino llamaría una inversión anímica. De la dulce distensión en que había vivido hasta ese momento, la conciencia del automovilista pegó un salto militar hacia una actitud beligerante. Se bajó del coche con un portazo y estudió meticulosamente la reducida porción de neumático que invadía la gruesa banda blanca que delimitaba el carril "sólo bus".

-No me he dado cuenta. Tampoco es para tanto.

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-Eso es una chulería. Le voy a denunciar.

-Sólo he dicho que no me parece tan grave.

-Usted siga contestando. Van a ser cinco mil pesetas.

-No puedo creerlo.

Condujo hasta su casa acom pañado de las ruinas de aquel hermoso día. Entró en el domicilio hecho un obús. Su mujer le vio pasar en dirección a la parte trasera, de donde salió poco después cargado de vallas metálicas, una luz naranja intermitente y algunas herramientas.

-¿Vas a volver a la obra? -preguntó la mujer.

-No me esperes levantada.

Al anochecer había regresado al lugar de autos, una de las grandes arterias de la capital, como ya se sabe. Hizo un círculo con las vallas en el carril "sólo bus", orientó la luz naranja intermitente hacia la llegada de vehículos y estuvo picando algo más de dos horas. El producto de su esfuerzo quedó reflejado en medio metro de profundidad y uno de largo, aproximadamente. Dejó la luz por precaución.

Cuando se metió en la cama murmuró "estoy vengado" y se durmió. En los días siguientes cuando pasaba por ese sitio del recorrido habitual, y se asomaba al socavón, sentía la furia del primer día y en mucha menor medida la satisfacción que debe proporcionar toda venganza. Contemplaba las maniobras de los autobuses para evitar el agujero, el braceo descompuesto del guardia para dirigir el follón, a los conductores aporrear el claxon y, a pesar de ello, no acababa de disfrutar del todo de lo que había hecho. Empezó a preguntarse por esa falta de satisfacción en la que había confiado desde el primer momento. ¿Es que la venganza fue desproporcionada? ¿Quizá se sentía culpable? La respuesta fue una negativa todavía furiosa. Nadie podría devolverle la belleza de¡ día que destruyó la autoridad municipal. ¿Qué significaba un socavón comparado con los desastres que le habían precedido? ¿Cómo quitarse aquella maldita ansiedad?

No se extrañó de verse a sí mismo, fechas más tarde, con su decorado de¡ gremio de la construcción a cuestas y picando en otra de las grandes arterias. "Después de todo -se dijo-, puede que esto sea la revolución".

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