Derrota
Probablemente recuerdan ustedes la imagen de los italianos celebrando su victoria sobre la selección española. ¿Observaron ustedes el alborozo popular, las bocas tronando, la convulsión de brazos y manos, la chocarrería, en suma? Nada hay más insoportable que el ruido del ganador y de peor gusto que la ostentación del júbilo.Frente a ello, frente a la salacidad de los cantos, el rostro escueto de los aficionados españoles. Atestados de silencio.
Mientras la ética se alimenta del dolor, la estética es el correlato de la tristeza. Por eso nunca se sabe, en este mundo, quién es más desdichado.
La consecuencia de cualquier victoria es siempre una u otra clase de inmundicia. No hay conquista que no se relacione con la impureza. Y no hay banquete sin guarrerías. La derrota, en cambio, es el extremo de la limpieza. Ruina estricta.
Se proclaman los bienes del éxito, pero el éxito es sólo soportable en la inminencia de su inauguración. Cuando todavía no ha crecido. En ese punto es exacto y bruñido; pero un paso más y se descompone. Su primera figura recae en la obesidad. Su aura empieza a tornarse rancia, el público se embrutece y eructa, contrae enfermedades incurables.
Es ociosa la distinción entre éxitos pasajeros y éxitos perdurables. El éxito envidiable es siempre efímero. La derrota, en cambio, es sólida como un monumento de piedra. Su teoría es tan segura como un axioma.
La gloria eterna se encuentra en las profundidades del fracaso. Los vítores llenan el espacio, pero es raro que desborden el valor del silencio.
La verdad, no estoy seguro de que recuerden ustedes cómo era el jolgorio de los italianos. ¿Se fijaron en el efecto que producen los ornamentos tricolores y los tocados bufos sobre hinchas bramando con la dentadura sin arreglar?
La selección puede volver a casa abatida y los aficionados españoles habrán sido liberados de pasar por el oprobio del descontrol. La verdadera distinción conlleva estas renuncias.
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