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Los dineros de la Iglesia

Es curioso: uno, que no es nadie ya, "algo así como un fósil de la época dorsiana", "un cantamañanas del glosario y un correveidile de la bien plantada" (¡qué información sobre mí la de este insultador cuasi profesional que se quedó -obviamente, para no enterarse siquiera de él- en mi primer libro, publicado hace 43 años!), y que pese a sobrevivirse desde entonces es capaz de suscitar las iras de tal individuo o, mejor dicho, de resucitarlas, pues a él le corresponde el gallardo honor de haber sido ya mi mayor injuriador y calumniador en 1965, cuando mi suspensión de la cátedra de la Universidad. La historia se repite: entonces, desde las páginas de Arriba, pues el tal militaba todavía en acérrimo falangismo; ahora, desde las del Abc, que, como se sabe, ha sido ya judicialmente condenado por dos veces a causa de las ofensas que en él se me han inferido. Se ve que en su deseo de revivir aquella gloriosa gesta ha querido sumarse al coro de sus condenados colegas. (No sé si Dios los cría, pero desde luego el Abc los junta.) Es impresionante comprobar cómo hay odios que duran toda la vida. ¡Y pensar que yo ni siquiera conozco mas que de nombre al tal fulano!Naturalmente, no es de él de quien me voy a ocupar, ni aquí ni en ninguna parte. Es el síntoma lo que posee un cierto interés: que personas así a quienes es seguro les importa no ya un óbolo, sino un bledo, el impuesto religioso, arremetan soezmente contra quienes lo cuestionan. Desde el mismo diario, aunque en otro tono, nada soez sino típicamente eclesiástico, ya se había adelantado J. L. Martín Descalzo a replicarnos; pero con la mala fortuna de que, acusando a los impugnadores de asumir actitudes de dictadores, se le ocurría incluir en su artículo cita -por cierto, memorable: "¡toma castaña!"- del encartado, quien puso todos sus talentos y buenos oficios al servicio, o más bien servidumbre, de la dictadura. Hay que elegir mejor las citas y las compañías, Martín Descalzo.

Pero permítaseme que antes de seguir adelante -y no, de ningún modo, para retirar mi firma- esclarezca cuál ha sido mi contribución real al tan denostado escrito. Confieso que a mí ni se me había pasado por las mientes protestar públicamente contra el impuesto religioso. Pero en mi conferencia de clausura del ciclo del Instituto de Filosofía sobre Kant, y terminado ya el acto, se me invitó a firmar un escrito contra el impuesto religioso. Yo, sin vacilar y sin leerlo, porque me ofrecía confianza quien me lo presentaba, puse mi firma donde se me indicó, y para mí, punto final.

Pero no para los medios de comunicación. Desde 8 o 10 de ellos por lo menos se me llamó para que me extendiera en los argumentos del escrito, y siempre respondí lo mismo: lo firmé porque se me pidió y estoy en contra del impuesto, pero mal puedo hablar de unas razones que no conozco y que posiblemente no son las mías. Se me podría objetar que debe leerse lo que se firma, y es verdad. Pero ni ha sido la primera ni será la última vez que yo firme así. Medio en broma, medio en serio, en muchas ocasiones he dicho que así como la obligación de las bases contestatarias es asistir a manifestaciones, la obligación del intelectual, caricaturalmente expresada, es firmar manifiestos. Firmarlos, no escribirlos.

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¿Cuáles son mis razones? Confieso que antes de sufrir la reacción no me parecía tan relevante la del censo de anticlericalismo que con esos datos se puede levantar para su uso el día de mañana, pues aun cuanto estemos ya en plena involución eclesiástica, la involución política en materia religiosa es, felizmente, improbable. Pero después de ver la furia que el escrito ha desatado en la derecha, reconozco que sus redactores han sido más perspicaces que yo. Tras los insultos que, por haberlo firmado, estamos recibiendo, ¿sería extraño que muchas gentes sencillas, con decenios de miedo encima, teman una represión? (Véase sobre esto el artículo de Rosa Montero en EL PAÍS del día 11.)

Pero ya he dado a entender que mis argumentos son otros, y al primero de ellos acabo de aludir. Muchos cristianos estamos en contra de la muy visible reacción de la Iglesia contra el Concilio Vaticano II, de su vuelta de espaldas al mundo actual, moderno o posmoderno, como quiera llamarse. Ahora bien, una manera de decir no a esta Iglesia y de querer otra en la que no sean preeminentes el Opus De¡ y Comunión y Liberación, otra Iglesia que no condene todo brote de izquierda cristiana, es decir no al impuesto religioso, o, mejor dicho, eclesiástico.

Un segundo argumento: hacer que nos ocupemos de los dineros de la Iglesia en el contexto actual es cuando menos inoportuno y desafortunado. Aquí se ha hablado poco, pero en Italia mucho, de un prominente hombre de los negocios de la Iglesia y de sus presuntos manejos, posiblemente fraudulentos, que el Vaticano ha impedido esclarecer judicialmente. ¿Son éstas las mejores circunstancias para pedir a los fieles su contribución económica a una institución que está resistiéndose a la transparencia de sus cuentas y a que, en su caso, recaiga sanción sobre quien corresponda? Parafraseando a la vez un dicho famoso y un argumento del escrito, yo diría que el establecimiento, ahora, de tal impuesto es peor que una inquisición; es una equivocación.

En fin, aun cuando podría continuar, he aquí un tercer argumento. En el título del artículo de Martín Descalzo figura la palabra manipulación. Es otro error en que incurre, pues la acusación se puede volver contra una Iglesia, la española, que ataca al régimen opportune y, más bien, importune, recientemente por trato discriminatorio contra ella (lo que desde luego no es cierto) y sin embargo erige a su aparato administrativo en recaudador de sus fondos, precisamente por la vía, tan criticada hoy, del impuesto. A nuestra Iglesia no le gusta, por supuesto, la separación del Estado. Me pregunto si no estaremos asistiendo a un complicado juego de mutuas manipulaciones y, en cuanto aquí nos importa, a la manipulación consistente en una reticencia verbal por parte de la Iglesia con el fin de obtener mediante esta estrategia, ventajas, y beneficios de uno u otro orden.

Todos somos pecadores; también, por supuesto, los hombres de iglesia. Muchas veces he insistido en la diferencia entre lo eclesiástico y lo eclesial; entre lo que ella tiene de gracia divina, pero conservada dentro de un estuche humano y aun demasiado humano. Y además, ahora, en cuanto partícipe de la sociedad del espectáculo, canonizando a diestro -nunca ha habido tantas elevaciones a los altares como ahora, nunca se ha paseado tanto la santidad por el mundo- y condenando, o amagando condenar, a siniestro. Iglesia, como se dice, de la Restauración, pero Iglesia, puede decirse también, neobarroca.

Una Iglesia a la que oportet haereses, que necesita herejías o, como a mí me gusta decir, heterodoxias, críticas y autocríticas. Gentes que digamos no a esto y a aquello. También, ¿por qué no?, al impuesto mal llamado religioso.

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