El abogado de su honra
En un régimen democrático, la Prensa es libre y, por tanto, puede -y aun debe- informar a sus lectores. Pero en un régimen democrático también está protegido el honor de los individuos frente a las agresiones públicas. La Constitución española reconoce y declara ambos derechos, provocando con ello una situación que en la práctica suele ser irresoluble, habida cuenta de que los periodistas, a la hora de informar, suelen rozar con el honor de los afectados. Y, por ello mismo, los procesos acompañan a los periodistas como (según antes se decía) los piojos a los soldados. El periodismo moderno es ya inimaginable sin el respaldo de un gabinete jurídico y, ganando o perdiendo los pleitos, los gastos por esta partida son inevitablemente cuantiosos.No cabe, en efecto, informar sin herir a alguien ni dar opinión que a todos satisfaga. Pero, por otro lado, tampoco se puede agredir el honor de las personas. Importa mucho que los lectores sepan que un coronel se ha alzado con la caja del regimiento o que un político es adicto a las drogas o sodomita; pero ¿dónde queda entonces el honor de los interesados? Pensemos en lo que está sucediendo ahora con Waldheim o, en su día, con Nixon o, mucho más modestamente, con un ciudadano al que ha tocado la lotería y a quien de pronto, por culpa de los periódicos, van a asaltar acreedores y pedigüeños. De hecho, y cada vez con más frecuencia, la noticia no es la información sobre los hechos, sino el resultado del proceso que tal información ha desencadenado.
El conflicto es teóricamente irresoluble, porque sin información no hay periodismo digno de tal nombre, y con la información se perturba el honor o la intimidad de los protagonistas. El periodista ha de trabajar en el filo de una navaja, que con harta frecuencia le corta: son los riesgos del oficio; y a veces se queda corto, redactando un reportaje insulso que no interesa a nadie, y a veces se pasa y termina con su pluma y sus huesos en el juzgado.
Santiago Muñoz Machado, que acaba de publicar en Ariel su libro Libertad de prensa y procesos de difamación, es un abogado experimentado, al que no se escapa el menor detalle de la tremenda casuística que este tipo de casos plantea. Pero también es un profesor de reconocido prestigio. Y, en todo caso, un escritor elegante, claro y certero. Gracias a estas tres cualidades de su polifacética personalidad ha podido salir airoso en una aventura tan escabrosa.
Porque su libro responde al nivel científico más exigente: de la mano de la jurisprudencia (enormemente amplia), analiza el tema desde la triple perspectiva de la legislación civil, de la penal y de la constitucional, subrayando sus deficiencias y los lentos progresos que se han ido realizando. No hay sentencia -desde los juzgados de instancia hasta el Tribunal Constitucional, pasando por el Tribunal Supremo- que se le haya escapado, y que además contrasta minuciosamente con los paralelos de la jurisprudencia extranjera (principalmente la norteamericana) y hasta la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Su obra es un espejo de cuanto se ha dicho y hecho en España y en el mundo. Pero también un faro en el laberinto de las leyes y las doctrinas, como empieza a comprobarse ya, puesto que, recién aparecido el libro, ya se notan sus huellas y enseñanzas en las últimas sentencias que están apareciendo.
Ahora bien: lo más sorprendente del libro es que no sólo conviene a los juristas, sino a los legos. Parece increíble, pero el lector no cualificado, aun sin saber una palabra de derecho, queda prendido desde la primera página y, a poca que sea su sensibilidad, ya no puede dejar su lectura hasta el final. Porque la ciencia se expresa en términos de un reportaje apasionante. Los resonantes asuntos de Martín Villa, Rosón, Barrionuevo, Ruiz-Mateos, Porta, José María García, Pablo Castellano y tantos otros son revividos y se hacen de pronto inteligibles. Con lo que se demuestra que el derecho no es sólo cosa de abogados y profesores, sino también de ciudadanos, y así debe ser, puesto que las leyes a todos afectan o pueden afectar.
Por lo que se refiere al futuro, no hay que hacerse, sin embargo, demasiadas ilusiones. Gracias a Santiago Muñoz Machado ya no seguirán a ciegas ni los periodistas ni sus víctimas. Pero certidumbre sobre los límites de su actividad y sobre sus derechos respectivos no tendrán nunca. La propia naturaleza de las cosas, la tremenda variedad de matices de cada caso concreto, impide saber por anticipado hasta dónde se puede llegar. Y sobre todo, hay que ser conscientes de que buena parte de los daños que las informaciones y opiniones producen son irreparables, en cuanto que escapan al derecho y a sus sanciones. En definitiva: por mucho que sopesen sus palabras, continuarán los periodistas viviendo en el riesgo de su profesión, de la misma manera que buena parte de los afectados tendrán que seguir soportando, sin reparación ni indemnización, la desgracia de haber aparecido en los papeles, o en la televisión, o en la radio. Dios nos libre de salir del anonimato. Dios nos libre de llamar la atención de un juez, de un policía y de un periodista.
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