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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Injurias al Rey

LA AUDIENCIA Nacional ha condenado a un cocinero en paro a ocho meses de prisión, de los cuales ya ha pasado seis en la cárcel en régimen preventivo, por un delito de injurias al Rey. No se trata de un caso aislado: fue especialmente llamativa la condena a seis meses y un día del periodista Juan José Fernández, en la actualidad suspendida provisionalmente por el Tribunal Constitucional, por escribir en la revista Punto y Hora un par de líneas consideradas injuriosas para el Rey. Y lo es también el reciente procesamiento por el mismo motivo de un locutor de la emisora pirata Radio Eguzki con ocasión de la visita efectuada en febrero pasado por los Reyes a Navarra.Es ya un despropósito que en una sociedad libre una persona pueda ser condenada a prisión por la emisión de opiniones, por más despectivas que éstas sean para nadie. Pero que por ello pueda privársele de libertad antes del juicio constituye una arbitrariedad. No hay que extrañarse, sin embargo, de que esto ocurra así: el despropósito y la arbitrariedad residen en el propio Código Penal, que en lo que se refiere a la protección penal de la figura del jefe del Estado sigue manteniendo la concepción represora bajo la que se guarecía la autoridad en épocas en que ésta obtenía su legitimidad más de un acto de fuerza que de la libre adhesión de los ciudadanos. Ni el Rey constitucional es un dictador que necesite protegerse de la libre opinión de los ciudadanos, ni la Monarquía parlamentaria un régimen que pueda obtener el respeto y el aprecio por otro camino que no sea el de su enraizamiento en la sociedad. Mantener el equívoco con la perpetuación de normas del pasado, por otra parte tan exageradas y tan fuera de lugar, es un flaco servicio que se hace al Rey y a la Monarquía.

Desde el advenimiento de la democracia a nuestro país, el ordenamiento penal ha ido desprendiéndose de sus aspectos más anticonstitucionales y de aquellos que eran opuestos a las, pautas sociales mayoritarias. Así ha ocurrido recientemente con la reforma del delito de escándalo público o con la desaparición del delito de blasfemia. Pero no se vislumbra que vaya a producirse cambio alguno en el exagerado amparo penal del que gozan las instituciones del Estado y quienes las representan.

Es cierto que, en su mayor parte, las opiniones presuntamente injuriosas contra el Rey proceden hoy de sectores antidemocráticos. Pero ello no justifica en modo alguno utilizar una norma que prevé hasta 12 años de cárcel para quien las emite y que considera su manifestación como un atentado contra la seguridad interior del Estado.

Existe también el peligro de que un precepto tan riguroso se convierta en las manos de cortesanos neoconversos, investidos de poder en el entramado del aparato del Estado, en un instrumento para impedir cualquier debate sobre la Monarquía o para reprimir sin más la actividad de los grupos republicanos e independentistas que cuestionan la forma monárquica de gobierno. Aun como hipótesis, tal amenaza está fuera de lugar en la democracia que el propio Rey ha contribuido a construir y a defender.

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