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Una magistral provocación

La publicación en español de Bella del Señor (editorial Anagrama, Barcelona, 1987,624 páginas, traducción de Javier Albiñana), la célebre novela de Albert Cohen (1895-1981), ha significado una explosión editorial. Cinco ediciones en pocos meses para una novela que ha sido puesta en los cuernos de la luna por la crítica más intransigente, con varias semanas en el primer lugar de la nómina de libros más vendidos. Esta irrupción (con 20 años de atraso, claro está) no hace sino confirmar les ditirambos que le fueran dedicados por la crítica francesa cuando Belle du Seigneur obtuivo en 1968 el Gran Premio de Novela de la Academia. Se la situó entonces a la altura de Shakespeare, Proust, Musil, Céline, Chaplin, Saint-John Perse, etcétera. La voluntad de elogio era tan manifiesta que casi no se hallaba con quién compararla; todo arquetipo parecia poco.Es cierto que Cohen se beneficia (la comparación es inevitable) del descenso cualitativo de la narrativa francesa en la segunda mitad del siglo XX, lapso en el cual (además de las dos Margaritas: Duras y Yourcenar) apenas la ascendente figura de Jean-Marie Le Clezo o el intrincado Claude Simon pueden disputarle la primacía. Curiosamente, de estos escritores sólo Le Clezio es literalmente francés: Duras nació en Indochina; Yourcenar, en Bélgica; Simon, en Madagascar, y Albert Cohen nació en Corfú, una de las islas jónicas, perteneciente a Grecia. No obstante, es innegable que Cohen, como los otros citados, pertenece a la literatura francesa, ya que ha escrito en esa lengua no sólo las cuatro novelas de su saga, sino también el resto de su obra.

Este escritor singular ocupó altos cargos en organismos internacionales con sede en Ginebra, tarea que le permitió conocer desde dentro (y aprovecharlas como hábitat de sus ficciones) las glorias y miserias de la alta burocracia internacional. Poco amigo de los cenáculos literarios, Cohen fue creando su obra, al comienzo, en el confinamiento de su parcela burocrática, y luego, en la soledad de su memoria. Bella del Señor podría ser calificada como un fastuoso libro del amor, o, mejor aún, de la construcción del amor y su minuciosa destrucción por los celos. Extrañamente, este gran Ebro de amor es en el fondo una feroz invectiva contra él mismo. Se ha señalado que es "una búsqueda del absoluto a través del amor", pero cabría agregar que, aun en esa acepción, se trata de una búsqueda conscientemente destinada al fracaso.

La relación amorosa entre Solal (alto funcionario de la Sociedad de Naciones en 1936; judío, como el autor) y la refinada Ariane (esposa de otro burócrata de menor nivel y ambición desmedida) tiene tres etapas definidas: la del rampante, gozoso adulterio; la unión estable, rutinaria, casi conyugal; el estallido y la vicisitud de los celos. Para Cohen, el amor es, en más de un sentido, la consagración de la apariencia: cada amante se prepara para la maniobra y la conducta eróticas con la prolijidad y el profesionalismo de una vedette que va a salir a escena. El placer amoroso hereda así una obligada dependencia con respecto a la pericia en el disimulo, la idoneidad en la hipocresía. Se trata, por supuesto, de un placer refinado, impecable, casi mundano; un placer que de alguna manera viene con la etiqueta de su clase y su nivel sociales.

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Hipérbole y humor

Esto no implica que Solal o Ariane se ahorren ninguna de las posturas y variantes (corrientes o insólitas) del catálogo erótico de todos los tiempos, pero sí que las lleven a cabo en un contexto de pulcritud y elegancia y en medio de un primoroso torneo verbal que evita aludir a los pormenores de la lujuria con su tosca y vulgar nomenclatura. En verdad es abrumador todo lo que hablan estos amantes (si no fueran entes de ficción serían sencillamente insoportables) cada vez que fornican. Al final, el lector tiene la impresión de que la previsible etapa de tedio sobreviene no tanto por la agobiante tautología del sexo como por el discurso que, en medio de acrobacias y calistenias no demasiado aptas para la faramalla o la locuacidad, precede o acompaña el orgasmo básico.

Es claro que Cohen adereza toda esa hipérbole con un formidable sentido del humor, y es así que durante extensos capítulos el juego amoroso cede la prioridad al menester de la ironía. Y aunque Solal mantiene siempre un grado de lucidez que lo habilita para burlarse no sólo de su amante, del marido de ésta (el lamentable Didi) o de los obsecuentes subordinados y colegas internacionales, sino también de sus propias maniobras e irrisorias proezas de amor, lo cierto es que el conjunto de la peripecia aparece como desprestigiado y corroído por la burla. Toda la novela es una bofetada conceptual al esquema romántico del tratamiento amoroso (incluso se mofa cruelmente de Proust) y también a la revenida cursilería que puede alcanzar la mundanería casi voluptuosa del que hacer diplomático. En ambos aspectos, la obra cumple a cabalidad su cometido, gracias sobre todo a un claro dominio del oficio y del lenguaje. La novela tiene pasajes de notable calidad literaria (entre los que cabe destacar la desopilante descripción del señor Daume o la del entorno judío del protagonista, toda una corte de milagros de Sión), y a pesar de que sus más de 600 páginas provocan intermitentemente atracción y rechazo, siempre se leen con avidez.

Si algo cabe objetar es la aparatosidad descriptiva y el gigantismo oral en las larguísimas enumeraciones de sexo explícito e implícito (se echa de menos a Henry Miller) o las repentinas y agobiantes tiradas (cada una de 20 o 30 páginas) de elucubración poco menos que ensayística. Esta objeción no apunta a su talante reflexivo, sino a la extensión desmesurada, que a menudo frena el devenir narrativo y tíenta al lector a que se salte la correspondiente planicie de cavilación.

La repetición y la insistencia se vuelven particularmente agobiantes cuando la historia desemboca en la andanada de los celos. Allí, Solal no parece creer demasiado en sus personales reproches y agresiones (el pretexto de los celos es una antigua vinculación de Ariane, muy anterior a su vinculación con Solal), incluso deja frecuente constancia de su distanciamiento ante sus propios arranques, como si sólo le sirvieran para arrojar a la amante por la borda,- pero esa visión esporádicamente autocrítica no alcanza a reivindicar la delectación y el denuedo que pone en sus asaltos.

Por todo ello, la comparación con Shakespeare, Proust, Musil, Chaplin y otros notables tal vez no sea la más justa. En todos esos creadores hay una entrega generosa a un mundo que ellos mismos levantaron, una entrega que por cierto no existe en Cohen. Éste nunca abandona el solio y la jactancia de autor omnipotente. Su riesgosa ambigüedad, el esmerado odio con, que manipula el amor, su repulsa sutil hacia sus creaturas no sólo le distancian, como era de prever, del individualismo romántico, sino que también le vedan una asunción objetiva del orbe que ha elegido describir. Su relación con sus personajes (salvo cuando se refiere a Mattathias, Comeclavos y el resto del clan familiar y judío) es incriminadora y despiadada, a tal punto que el lector llega a mirarlos con piedad.

Un machismo exquisito

Bella del Señor es, sin embargo, una lectura ineludible, en primer término, porque desarrolla un enfoque inexpugnablemente original (el amor como ardua .gesta de seducción; el amor como verklärte nacht, o noche transfigurada; el amor como cedazo de deterioros; el amor

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Una magistral provocación

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como cáscara de palabras y médula de tedio; el amor como espejo de la muerte), y luego, porque hay en la novela un ejercicio lúdico que normalmente escolta a esta insólita educación sentimental. Aun la antítesis atracción / rechazo que, con sus torrentes y sus remansos, la narración provoca en el lector significa un elemento activo, dinámico, no exactamente comprometido, sino comprometedor.

Conviene advertir, sin embargo, que en medio de esa aceleración, de esa prueba de fuerzas, la figura más darririfficada es siempre la de Ariane. En Bella del Señor, el colonizador y usufructuario de la belleza es el Señor; la belleza femenina es administrada, orientada, gozada, juzgada y en el fondo menospreciada por el Señor. Es probable que se trate de la más depurada expresión de machismo en la novela contemporánea. Refinada sí, pero, a pesar de su refinamiento, sólidamente machista. Ariane lo sacrifica todo (hogar, situación, seguridad económica, consideración social) por seguir a su amado (con mayúscula), pero el sacrificio la deja inerme y sometida.

Por eso, porque su vida no tiene (ni quiere) otra solución que la hegemonía del amante, la aristocrática Ariane es en los hechos tan pasivamente machista como lo es Solal de modo activo. Después de todo, Cohen es más machista que uno y otra, sólo que su masculina visión del mundo y del amor se va progresivamente tiflendo de poesía, y dejando, página a página, aquel lastre de pulido escarnio. Y aun así, en el último y breve capítulo que es sin duda la muestra más acabada de su arte, el autor omnisciente resuelve que, ya en los umbrales de ese postrer orgasmo que es la muerte compartida, Ariane siga reconociendo la hegemonía de su Señor: "No se te olvide venir, murmuró y segregó saliva; sonrió estúpidamente, quiso echar hacia atrás la cabeza para mirarle, pero no podía ya, y allá afilaban una guadaña. Quiso entonces saludarle con la mano, pero no podía ya, su mano se había ido. Espérame, le decía él de tan lejos. Aquí llega mi divino rey, sonrió ella, y penetró en la iglesia montañosa".

Aunque en ese remate solemne (que sí tiene la impronta de Shakespeare), Solal acabe transido de amor, es él, y sólo él, después de todo, el administrador y el agente de la postrimería. El machismo como última ratio. Y así se llega a la inquietante consecuencia: ya se mueva en los meandros de la vida o en la recta final de la muerte, Bella del Señor es una magistral provocación, de la que nadie sale indemne. Y si el lector se siente, por alusión o por elusión, frecuentemente involucrado en la trama y en la dialéctica de la obra, y hasta quisiera aquí y allá esgrimir sus razones, ya sea en apoyo de una revelación o, en rechazo de una falacia, es porque Bella del Señor es (a pesar de su elitismo crítico, de sus desguarnecidas jactancias y de su machista asunción del amor) una novela profundamente removedora, escrita con delectación y absoluto dominio del lenguaje y con atributos más que suficientes para integrar la memoria literaria de este siglo.

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