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Últimos gestos

Respicio N. F., un anciano de 67 años, se ha tirado al tren.Dada la horrible avalancha de personas mayores que se suicidan a diario, no habría recordado ni su nombre ni su muerte si no llega a ser porque este hombre, antes de destrozarse en la vía férrea Madrid-Parla, tuvo dos gestos admirables que se me quedarán grabados para siempre: uno, digno del más puro romántico, consistió en liberar a su canario de la jaula; el otro, de una filantropía grandiosa, fue dejar todos sus documentos ordenados en casa con el fin de facilitar los trámites a su familia... ¿Quién de nosotros, en su lugar, se hubiera despedido de la vida á forma tan lúcida, tan delicada, tan sin crear remordimientos a nadie?

Anoche nos hicimos esa pregunta varios amigos, y todos coincidimos al confesar que seguramente nunca hubiéramos reparado en el negro destino de un canario sin amo; es más, alguien dijo -en uno de esos raros ataques de sinceridad que sólo el vino blanco, la luna negra y la lluvia unidos producen- que sin duda lo habría ahogado, con una especie de satisfacción vengativa recorriéndole la columna vertebral.

En lo referente a facilitar las operaciones burocráticas de la familia hubo también una contestación unánime: lo lógico es que uno no piense en los demás cuando se va a suicidar, al contrario. De dejar algo a los familiares, les dejaríamos una larga carta llena de reproches al mundo por habernos tratado tan mal. Pero Respicio no era un suicida corriente.

Después de hacer lo que tenía que hacer, cerró su casa de Getafe y anduvo hasta la estación de Parla confundido con el resto de los transeúntes, completamente sólo, como el protagonista de Noches blancas, de Dostoievski.

Pertenecía a esa rara humanidad silenciosa que sufre y muere sin rencor, sin molestar a nadie. A lo mejor, la soledad y el dolor, lejos de convertirle en una mala persona, como suele pasar, a él le habían ennoblecido. A lo mejor, simplemente, estoy comentando el suicidio de un ángel.

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