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Manzano

No hay nada más odioso que tener que valerse de un lenguaje que implica dar tácitamente por supuestas determinadas representaciones convencionales que deberían ser objeto de impugnación, de crítica y de revocación. A tal clase de representaciones pertenecen las dicotomías cotidianas de personas honradas / delincuentes, personas decentes / gentuza, y todas las que tratan de categorizar de modo semejante el desigual reparto del vicio y la virtud.No es, ciertamente, el menor título de honor que merece hacerse al cristianismo el de haber inventado la figura del pecador, por cuanto en ella quedaba explícitamente confutada tal suerte de categorizaciones, en la medida en que todos podíamos ser pecadores por nuestras acciones y todos podíamos una y otra vez ser perdonados y reconciliados. Que tal invención se degradase tal vez incluso antes de alcanzar su plenitud, sin que hubiese que esperar a Calvino para separar del pecador la figura del réprobo -ontológicamente predestinado sin redención posible- no quita para que, coherentemente comprendida, la propia idea de pecador comporte virtualmente la afirmación de la libertad frente al destino. Por desventura, éste fue el que ganó la partida una vez más, y particularmente en el sistema policiaco-judicial de persecución y castigo del delito del Estado moderno. En esto, la razón ilustrada -y, paradójicamente, en tanto mayor grado en los casos más sincera y bienintencionadamente humanitarios, como el de Beccaría -el más ilustre promotor de la abolición de la tortura y la pena de muerte-, no vino sino a reforzar, a despecho de sus mejores intencíones, el oscurantismo calvinista: cuanto más escrupulosamente se persiguiese la exigencia de sujetar el derecho a una racionalidad que la última ratio constitutiva del derecho mismo confutaba, y por mucho que eso propiciase de hecho -aunque no necesariamente ni para siempre- leyes más benignas, tanto más encubierto y defendido de toda posible impugnación quedaría aquel último sustrato de ilegitimidad e irracionalidad de los propios conceptos ftindadores, tales como prioridad, culpa, autoría, bnputabilidad, merecimiento, etcétera. A tal respecto, no deja de ser llamativo el hecho de que el primer principío de la racionalidad jurídica beccariana, la "proporcionalidad entre los delitos y las penas", postule como deliberado criterio regulador del derecho justamente la presunción de conmensurabilidad que regía en las nociones prejurídicas -vinculadas a la idea del destino- de culpa y castigo, donde la proporcionalidad era, sin más, necesaria, tautológica, o sea, por definición.

De esto se deriva probablemente el hecho de que hoy el de lincuente profesional haya llegado a ser la figura en quien más paradigmáticamente ha ve nido a configurarse y encarnar se la noción de destino. Tal noción es lo que se connota justamente en su determinación como profesional. El destino es una mentira que llega a hacerse a sí misma verdadera. A los ocho años de edad puede oír un niño por primera vez la frase "tú acabarás mal". Afortunadamente, no ha de bastar esa vez para llevarlo hasta la perdición. La predicción del destino es la mentira que miente en afirmarse como necesaria, ya que, como predicción, no puede todavía ser verdadera. El destino es la mentira que, no desdiciéndose, reiterándose, insistiendo, perseverando, confirmándose, corroborándose, a lo largo del tiempo, acaba por apoderarse del lugar de la verdad. Puesta la soga al cuello, el niño, ya mayor, oirá la misma voz: "¿Ves cómo era verdad cuando te dije que tú acabarías mal?". Atajar la mentira del destino, contradecirla desde la nada, desde el puro no ser, ya que tampoco hay verdad alguna con que refutarla, ésa es la única opción del albedrío.

¡No dejes pasar ese instante para quebrantar la cadena del destino, de la mentira que quiere hacerse verdadera con tu perdición! Detente, vuélvete, plántale cara y grítale. "¡Mientes!". Ya no hay destino, sino libertad; mañana ya pensarás lo que puedas hacer en adelante.

El destino es superstición, es una concatenación que se inventa; para un individuo es un porvernir que, mentirosamente, se le ha inventado o se le va inventando, pero que empieza a pesar sobre su alma como una sugestión cada vez más pesada y más condícionante. La más pequeña confirmación lo prende; otras más lo van embargando y enredando. La profesionalización del delincuente es el proceso por el que la mentira del destino, con el poderosísimo apoyo del aparato policiaco-judicial, se va haciendo, paso a paso, verdad.

Una vez atrapado por la primera mentira del destino, el delincuente va sumergiéndose en una contradictoria sucesión de pasos en que cada vez aparece menos discernible lo que se hace de lo que se padece, en una especie de torpor creciente que cada vez muestra más ilusoria cualquier diferenciación entre inocencia y culpa, entre voluntad y compulsión, confundiéndolo todo en una uniforme atmósfera culposa que parece la trama misma de la vida y que no es, en realidad, más que la mentirosa trama del destino que va logrando imponerse por verdad. Ante la voluntad viene a mostrarse bajo la figura de una especie de cadena en la que cada nuevo eslabón parece trabarse más sólidamente al precedente, y trabar, a su vez, cada vez más sólidamente al que le sigue; hasta que al cabo no queda ya ni rastro de albedrío, sino que todo es pura, inocente, fatalidad lo que se inculpa, se juzga, se sentencia y se condena.

Los guardianes, lectores y ejecutores de la ley se convierten, bajo este aspecto, en los guardianes, lectores y ejecutores del destino. Hoy es difícil imaginar cómo y cuándo podrá prescindir la sociedad de una justicia institucionalizada, pero esto no quita en modo alguno lo imperdonable del hecho de que una tal justicia no ponga todo su empeño en tener la más viva conciencia de ese terrible contra-efecto de determinadora y fabricadora de destinos, y no haga nada, sino todo lo contrario, por contrarrestar tan trágicas e indeseables consecuencias para tantas vidas humanas que podrían haber conocido otra existencia más feliz para sí mismos y menos nociva para los demás.

El diputado don Juan María Bandrés acaba de pedir el indulto para el delincuente Manzano, por su valor y su nobleza al resolverse a comparecer en el juicio por la desaparición de Corella, aun a costa de cumplir una condena pendiente y someterse a otro distinto encausamiento. Manzano ha plantado cara al destino y le ha gritado "¡mientes!". Se ha levantado desde su albedrío y ha lanzado su mentís tanto a las instituciones de justicia que, por su propia esencia y sin mala voluntad de las personas, lo abocaban a la perdición, como a determinados representantes singulares de esas instituciones, que, al parecer culpablemente y por propia malicia, querían imponerle la mentira del destino. La súbita y arrojada subversión del albedrío contra el destino, el poderoso impulso de elevación moral que ha llevado a la conciencia de Manzano a enfrentarse al mundo sin reservas y con todo el vigor de un corazón constituyen un hecho de tan alto valor ético como pocas veces tenemos la suerte y la alegría de presenciar. Las instituciones de justicia tienen el deber de saber reconocer en un trance semejante, el momento precioso de la redención, el repentino rayo de luz del albedrío que, conjurando un destino señalado, abre de par en par las puertas a una vida nueva. Que las instituciones de justicia sepan y quieran aprovechar la ocasión de una segura rehabilitación definitiva como la que Manzano ha acertado a abrirse por su propio impulso de elevación moral y atiendan cuanto antes la oportuna y clarividente demanda de Bandrés.

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