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Refugiados sin refugio

España ha pasado, en el campo de las migraciones, de ser país emisor a país receptor. Hablamos de las migraciones forzadas, claro, sea por razones económicas, sea por razones políticas. Hablamos de los que tienen que salir de su casa, su familia y su tierra para salvar su vida, amenazada por graves peligros por causa de la guerra, de catástrofes naturales, de la persecución política o, más sencillamente y más generalizadamente, a causa del hambre, de la falta de los medios indispensables de subsistencia. Éstos son los emigrantes pobres, los que buscan un puesto al sol para vivir, aquellos a los que nadie quiere y a todo el mundo estorban. No hablamos de los migrantes voluntarios del turismo, a los que todo el mundo quiere porque siempre dejan algo.En otro artículo -La vieja dama Europa, EL PAÍS, 29 de enero de 1988, página 12- he tratado de la penetración de pueblos extraeuropeos como una esperanza histórica más que como una amenaza para nuestro continente. Pero aquí me refiero más concretamente a nuestra tierra, a nuestro Estado y a nuestra sociedad, que ha sido tan prolífica en exilios forzosos -judíos y árabes, ilustrados y carlistas, republicanos vencidos en la guerra civil, obreros emigrantes, temporeros...-y tan acogedora de migrantes festivos, de turistas que nos llenan la boca y la estadística de millones y millones de personas, de dólares y de divisas, pero que ahora es tan parca y tan estrecha, tan cicatera y tan hostil cuando le toca abrir las puertas de su casa para albergar a los que vienen forzados por las tremendas circunstancias que padecen en su país de origen.

No faltan instituciones que se están esforzando con generosidad para solucionar, o al menos aliviar, las tristes condiciones en que se desenvuelven tantos miles de árabes, latinoamericanos, portugueses, negros, filipinos, iraníes e iraquíes, etcétera, que malviven entre nosotros en medio de graves dificultades. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la Cruz Roja Española, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CE,AR), Cáritas Española, las delegaciones diocesanas de migraciones y otras organizaciones no gubernamentales están desplegando un grande y noble esfuerzo, tanto en medios humanos como económicos, técnicos y sociales, en este campo, especialmente en ciudades como Madrid y Barcelona, don de es mayor el número de inmigrados.

Como un ejemplo concreto v por referirme al campo que lógicamente, mejor conozco, la Comisión Episcopal de Migraciones tiene establecido en Madrid un servicio de acogida para refugiados, el cual funciona a tiempo pleno desde hace 34 años y que ahora está en proceso de reestructuración para adaptarse mejor a las nuevas necesidades de los, que vienen a España con la finalidad de pasar a un tercer país de acogida. Entre tanto se tramita su largo y difícil expediente de petición de refugio, necesitan diversas atenciones económicas, jurídicas, sociales, morales y, en ocasiones, pastorales. También las diócesis están realizando un gran trabajo de acompañamiento, asistencia y promoción en diversos centros de: acogida y apoyo para extranjeros necesitados y generalmente marginados. El mantenimiento de estos centros está financiado principalmente por la Conferencia Episcopal o por las diócesis respectivas. También en ocasiones se recibe colaboración económica del ACNUR, del Ministerio de Trabajo español o de otros organismos de la Administración central o autonómica, además de algunas instituciones católicas de Europa.

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Y, sin embargo, todo esto es muy poco para las muchas necesidades que existen. Podríamos decir que aunque se ha hecho bastante no se ha hecho lo suficiente. También aquí tenemos una asignatura pendiente, tanto el Estado como la sociedad y como la misma Iglesia católica española. Hemos de reconocer todos honestamente que podemos y debemos hacer mucho más por estas personas a las que, como miembros de la humanidad, hemos de tratar con solidaridad, y por lo que hace a los cristianos, con caridad fraterna.

Con esta finalidad se ha constituido en Madrid, promovido por el ACNUR y la CEAR, y bajo la presidencia de la Reina, un Consejo de Apoyo a los Refugiados, integrado por personalidades representativas de diferentes estamentos e instituciones, entre las cuales tengo el honor de figurar como representante de la Conferencia Episcopal en el campo de las migraciones. Esperemos que con tan alto patrocinio este consejo pueda dar un nuevo impulso en la acogida a los inmigrados. Esperemos que el Gobierno y la Administración sean generosos en la aplicación de la ley de extranjería, que nació ya con graves limitaciones contra los derechos humanos, como ya en su tiempo denunció públicamente la Iglesia católica española, coincidiendo en esto con el entonces defensor del pueblo, Ruiz-Giménez. Aunque modificada en este sentido por el Tribunal Constitucional, y aunque la ley de Asilo y Refugio tiene un enfoque mucho más positivo y acogedor, ambas están siendo interpretadas a la baja, tanto por una reglamentación restrictiva como por funcionarios muchas veces exigentes, cicateros y hasta duros. Se comprende que un Estado no pueda dejar las fronteras impunemente abiertas ante los peligros del terrorismo y el narcotráfico. Pero no se comprende que de antemano trate por igual a la gente honrada y necesitada, que son la mayoría, y a una minoría de delincuentes.

Esperemos que los servicios de la Administración estén más disponibles para ayudar a las necesidades básicas de estos refugiados, tanto en alimentación como en alojamiento y sanidad, siempre que estén en la indigencia, estén o no legalizados. Legalizado o no, todo ser humano tiene unos derechos mínimos inalienables.

Esperemos también que las organizaciones no gubernamentales de carácter cívico y social, así como la Iglesia, las diócesis y las parroquias, realicen una amplia campaña para orientar a la opinión pública sobre este problema, del que nuestra sociedad no puede desentenderse sin faltar a sus responsabilidades éticas o religiosas.

Esperemos que los medios de comunicación social, que ya son tan sensibles a estas situaciones, colaboren con mayor interés aún en presentar esta realidad con todo su realismo, valga la redundancia, informando incansablemente acerca de tantas situaciones inhumanas que podemos tener ahí, al lado de la esquina, sin querer enterarnos.

Y esperemos también que todos los españoles, uno a uno, tomemos conciencia y hagamos un esfuerzo mayor para solucionar, o al menos aliviar, tantas necesidades de nuestros hermanos y nuestros prójimos. Es necesaria la ayuda de todos, tanto en lo económico como en la colaboración personal, dando nuestro tiempo y nuestro dinero a las organizaciones que atienden y entienden de estos problemas, y también, dada la ocasión, con la atención y la ayuda directa a esas personas, que tienen cada una su rostro, su nombre, su identidad y su propio sufrimiento, inclasificable en las cifras de una fría estadística.

En una sociedad humana y humanista, todo hombre es un conciudadano del mundo y miembro de nuestro colectivo, al que debe unirnos la solidaridad en tantas cosas positivas que hacen al hombre humano. Dentro de un enfoque cristiano de la vida, además de lo dicho, no podemos olvidar que todos los bijos de los hombres son hijos de Dios, y que el Hijo de Dios, que se autodenominó el Hijo del Hombre, se ha hecho hermano de todos. Todo hombre es como su representante. Por eso nos advierte que en el juicio nos dirá: "Apartaos de mí, malditos de mi Padre, porque era extranjero y no me acogisteis. Venid a mí, benditos de mi Padre, porque era extranjero y me acogisteis".

¿Qué cristiano no hubiera querido acoger a la Madre de Jesús cuando iba a parir? Pero nadie le dio refugio en Belén. De alguna manera, es como si María y José con el Niño siguieran buscando albergue entre nosotros. No dejemos a los refugiados sin refugio.

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