Un hombre va a morir
El día 14 de abril, a las once de la noche, en la penitenciaría de Richmond (EE UU), un hombre va a morir. Hace ocho años que este hombre conoce la fecha de su muerte. Ocho años que suman ocho eternidades. Desde el fondo de sus ojos, ya casi vencidos por la muerte, este hombre parece preguntarse si algo de esto tiene sentido. Su nombre: Earl Clanton. Su crimen: haber asesinado a una bibliotecaria de Virginia.Ni todo el rigor de las leyes ni los resultados que la casuística recomienda en estos casos justifican tal procedimiento. A ese hombre lo asesina un colectivo que, bajo la ficción de lo abstracto, intenta diluir a cada uno de los componentes de una sociedad. En última instancia, cada uno de nosotros, pasivos y atentos espectadores de tal suceso, toma parte en ello. Es nuestro propio silencio, nuestra auténtica y precaria cotidianidad, lo que justifica tal ejecución. Son nuestros intereses los que se resguardan. Nuestras integridades, las beneficiarias. Es ante esa respuesta efectiva -en apariencia, efectiva- ante la cual Earl Clanton ha de luchar. Su batalla está de antemano perdida. una arbitraria disposición de fuerzas lo enfrenta con millones de individuos.
La muerte de Clanton -aun antes de ser un procedimiento justificable- es la ciega respuesta ante nuestra incapacidad y nuestra impotencia para eliminar en este mundo toda forma y expresión de violencia y miseria humanas. No es una solución. Nunca lo será. Obedece más a una venganza atroz y cruenta que a las conclusiones fundamentadas en un mínimo del sentido común y del sentido de 16 humano. Irremediablemente, en esa ejecución está implícita una suprema condena a toda evidencia del error humano. No he conocido a un solo hombre que merezca el adjetivo de perfecto, de infalible. Tal constatación no sólo confirma una evidencia; paralela a ésta, confirma una verdad:nuestra certera distancia de cualquier atributo de la perfección. Esto lo sabe Clanton: en la tristeza de esos ojos persiste, oscura y solitaría, la sombra del error. Esto lo saben los jueces, esos oblicuos ejecutores de su muerte. Esto lo saben quienes custodian las últimas horas en la vida de un hombre. El fatídico verdugo que suministre la descarga eléctrica.
No puedo creer -no pode-
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mos creer- que la ejecución de Earl Clanton, con todo ese juego de truculentos y morbosos pormenores (del otro lado de la pared el recluso puede seguir con atención los últimos preparativos en la sala de ejecuciones), sea un acto justo. Es un acto despiadado, cruel, insensato. Es el chivo expiatorio que pugna el supremo castigo por injustificable apego a una tradición legislativa. Una sola muerte pretende diluir el amplio y dilatado conjunto de la cadena de errores humanos.
Algo de doméstica bufa subyace en el escenario que circunda los últimos instantes de la vida de Earl Clanton: la suya, su última morada, es la casa de la muerte. Con él, inapelablemente, muere algo de humanamente nuestro. En las de su verdugo, tímidas y temerosas, nuestras propias manos también se esconden.- José Luis Bustamante.
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