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Entre la paz y la libertad

En un tiempo en el que ha podido surgir la noción, en sí tan ridícula, de pensamiento débil, resulta difícil, no ya enfrentarse, para los que carecemos del suficiente empuje, sino incluso asediar con paciencia un pensamiento tan fuerte, por sistemático, como el del siglo XVII, sin duda el mejor puesto y más erguido de los que hasta ahora ha producido la modernidad. Tal es la distancia que lo separa del de nuestros días, frágil y fragmentario, que me atrevo a predecir -ley de las oscilaciones pendulares- un pronto renacer de la preocupación por la filosofía inaugural de la modernidad. Los llamados posmodernos, al cuestionar la modernidad en bloque, han tenido al menos la virtud de obligarnos a replantear orígenes y contenidos esenciales. En esta indagación no hay modo de evitar darse de bruces con Thomas Hobbes, uno de los grandes pensadores de todos los tiempos; y el mayor jurista y mejor filósofo político de los que ha dado la modernidad. La conmemoración del cuarto centenario de su nacimiento sirva de pretexto para hacer otra vez pública verdad tan elemental.La mecánica de Galileo, que terminará por sancionar Newton, por un lado, y el método geométrico que aprendió en Euclides y que Spinoza lleva a su culminación, por otro, constituyen los dos pilares sobre los que se levanta el sistema de Hobbes. Tan espléndido edificio consta de tres plantas, dedicadas a la materia, al cuerpo y al ciudadano, vinculadas. entre sí por una misma noción de movimiento, concepto clave que une lo aparentemente dispar. Sobre estos fundamentos, Hobbes creyó que edificaba sobre seguro, pero el tiempo nada perdona y se han derrumbado entre tanto tan sólidos sillares: el mecanicismo ha perdido terreno hasta en la física que lo alumbra y, escépticos ante cualquier rigorismo formal, ha dejado de impresionar la argumentación more geométrico. Desprendido de su base científica, el pensamiento de Hobbes no ha perdido nada de su agudeza y atracción originarias; al contrario, sigue poniendo de relieve rasgos y matices que hasta ahora no habíamos acertado a discernir.

La concepción de la ciencia nueva que Hobbes pensó que iba a hacer imperecedero a su pensamiento ya hace tiempo que pereció, pero los resultados que alcanzó, con métodos y desde supuestos que hoy nos parecen tan cuestionables, permanecen indemnes. Hace dos décadas, C. B. Macpherson manifestaba su sorpresa ante un pensamiento que, erigido sobre una noción universal de ciencia, empero reproducía con suma fidelidad las condiciones particulares de la sociedad burguesa, como si lo que fuera universal, y por tanto insustituible, fuese el capitalismo mismo. Hoy nos maravilla que Hobbes haya desarrollado un pensamiento ético-político sin la categoría de sujeto, reducida la realidad a una natural -materia y cuerpo- y otra artificial, que configura al ciudadano y al mundo de la política.

Repárese que para Hobbes no existen los dobletes, hombre y ciudadano, que tanto juego dio en el pensamiento revolucionario a finales del siglo XVIII, ni sociedad civil y sociedad política, que terminó por imponerse a mitad del siglo XIX, hoy de nuevo en candelero, bien por su amplia utilización ideológica bien por la crítica a que se haya sometido. Con razón se ha dicho que el pensamiento político depende de la antropología en que se sustenta. La modernidad aparentemente posmoderna de Hobbes consiste en no haber empleado la noción metafísica de hombre-sujeto ni la idea de libertad que conlleva la categoría moderna de subjetividad.

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Fue Hegel el que elevó la subjetividad a idea definitoria de la modernidad. En Hobbes no opera la noción de sujeto como libertad, que un siglo más tarde habría de introducir el tan controvertido y admirado filósofo ginebrino. Hay que tener muy en cuenta que la crítica posmoderna del sujeto incide sólo sobre una determinada corriente de modernidad, aquella que nace en Rousseau, pasa por Kant y canoniza Hegel, para, en el fondo, volver a los orígenes hobbesianos: un pensamiento ético, jurídico y político sin metafísica del sujeto ni de la libertad.

Todo lo que es, en materia o cuerpo; y el hombre, parte de la naturaleza, no es una excepción. Nada más subversivo que introducir en el hombre un elemento extraño, llamado espíritu o libertad, que lo emparienta con los dioses, convirtiéndolo en una contradicción viviente, mitad cuerpo animal, mitad espíritu divino. El hombre, para Hobbes, como todo lo que existe, es sólo materia en movimiento. De ahí que analice el comportamiento humano en términos de una psicología mecanicista de las pasiones, que son precisamente aquellas fuerzas que lo empujan desde dentro (movimiento interno). La pasión, en cuanto una forma de movimiento, es la categoría central que da cuenta de lo humano; sirve para explicar el comportamiento individual en el estado de naturaleza, así como las leyes de la sociedad, una vez que se organiza políticamente.

De la misma manera que el hombre es naturaleza, sin ulterior calificación, así tampoco cabe diferenciar la ciencia del hombre de la ciencia natural, concebidas ambas como mecánica racional. Concepción de la ciencia que implica ya una quiebra brusca con la filosofía aristotélica. Hobbes se distinguió por sus cortes descarados y rupturas tajantes con el aristotelismo todavía dominante. De enorme trascendencia fue cuestionar la sociabilidad innata. Un cuerpo movido por pasiones, un mecanismo de fuerzas que busca la satisfacción de sus deseos, no encaja en la definición aristotélica de animal sociable o político. El hombre es egoísta por naturaleza, un loco para el hombre; en consecuencia, el estado natural, el de guerra de todos contra todos. Cualquier modo de convivir en paz es ya una construcción artificial, producto de una voluntad o poder políticos. La llamada sociedad civil proviene y depende de la sociedad política, y no a la inversa: en un principio fue el Estado, la organización política, y gracias a su capacidad ordenadora, que quiere decir tanto como pacificadora, existe la sociedad conformada según la voluntad soberana de quien encarna el poder. Haber desenmascarado la idea de orden natural -todos son artificiales- supone uno de esos saltos de gigante, de los que todavía no hemos asimilado todas sus implicaciones.

Dos ideas claves impregnan el pensamiento político de la modernidad: una es la libertad, que constituye la dimensión utópica de Europa; la otra, la paz, que expresa el imperativo de realismo. Para la primera, el hombre es libertad, entendida como autonomía; el problema político consiste en construir un modo de convivencia adecuado a su condición de persona libre; la democracia es el único modo de organización política que encaja con la libertad. La segunda concepción insiste en que hay que desprenderse de toda dimensión utópica, por los riesgos imponderables que comporta y aceptar al hombre tal como es, un cuerpo apasionado, una gavilla de deseos, que busca satisfacción inmediata, y cuando lo consigue precisa la seguridad de que también quedarán satisfechos en el futuro. Como el objeto de mis deseos coincide con el de los demás, el egoísmo innato produce un estado permanente de competividad que apunta una natural desconfianza que el orgullo, vanidad y afán de gloria eleva al infinito, de modo que el estado natural del hombre es de discordia. De ahí que la meta de la política sea establecer la paz, siempre tambaleante y amenazada, que hay que recomponer todos los días.

La teoría y la práctica políticas de la modernidad se mueven entre la utopía de la libertad, que tiene en Rousseau su mayor filósofo, y la urgencia realista de la paz, que alcanzó en Hobbes su pensador cabal. Algo se entiende del momento actual cuando se reconoce válida la afirmación de que el filósofo político de hoy es Hobbes. Terminaremos por aprender a excavar en esta mina inagotable que, por razones obvias -ha desenmascarado el poder de la burguesía como nadie antes de Marx- ha tenido casi siemrpe muy mala prensa.

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