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Javier

Juan Cruz

Crucificaron a Javier una mañana. Lo dejaron hecho unos zorros, dispuesto para la hoguera. Lo vi aquella noche en que los inquisidores, armados del tópico y con la espada untada con el sueldo del pasado, pidieron su cabeza. Suele decirse cuando ocurren estas cosas que el personaje que recibe los palos se mostraba fresco como una rosa, riéndose del mundo que le condenaba. Pero con Javier -Javier Gurruchaga, por cierto- estas cosas no pasan. Un tipo como él no puede pasar por alto la mezquindad ajena porque ésa es una de las formas más viscosas de la intolerancia. Además, él es un hombre extremadamente considerado y cauto, un ser tan pulcro como aquel personaje que los Beatles hicieron desaparecer por el sumidero de un cuarto de baño en uno de sus gags más célebres. Así que aquella noche Javier quería cambiar de país, borrar la imagen de la intransigencia y refugiarse en la cuneta de una carretera de su tierra, que es el País Vasco.En la barra de su bar favorito, donde devora toda la prensa posible y recibe la visita espaciada de los amigos, a los que este solitario poblado cuida como oro en paño, Javier no daba aquella noche crédito a sus ojos. Le habían desterrado, le habían condenado a los infiernos por poner en escena una pasión que él comparte con Quevedo: reír, reírse sobre todo de su propia sombra. Pero, el objeto de la risa disgustó a la Inquisición vigente, que tiene sus tabúes bien instalados. Y no tuvo perdón de Dios.

Toda zozobra tiene su compensación, se decía él, porque al fin y al cabo los demás no nos fabrican la conciencia, y él tenía la conciencia tranquila: seguiría riendo hasta que la risa fuera una de las formas posibles de la convivencia. Y tuvo su compensación, porque hubo muchos que se alarmaron con él de la virulencia con la que su alma fue arrojada a los inflemos.Ahora, por no hacer otra cosa que lo mismo, le han puesto en los altares. Eso le servirá para saber cuál es el verdadero origen de la risa que él le robó a Quevedo.

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