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La madurez de Estados Unidos

En los años de la Perplejidad y las dudas del presidente Carter, Octavio Paz escribió un agudo artículo titulado:) Estados Unidos estrena decadencia. No hay derecho -venía a decirnos Paz-; además de ser ricos y poderosos, los norteamericanos están adquiriendo la elegancia, la ironía y la distancia que son el bello patrimonio de las naciones decadentes. Lo único que les faltaba, vaya.Las dosis, masivas de euforia nacionalista inyectadas poco después por Reagan parecieron invalidar el juicio de Paz: EE UU recuperaba ese tradicional optimisnio y agresividad que, desde fuera por lo menos, más parece adolescente que decadente. Pero la verdad es que la decadencia la llevaban ya en las venas. En lugar de estimular a la producición, el. optimismo escanciado por Reagan sirvió para que el País se echara a hacer la siesta envuelto en fantasías de poder y prosperidad. Y fue entonces cuando, desde Moscú, un nuevo profeta de la decadencia, Gore Vidal, les advirtió irónicamente que estaban aproximándose a cotas soviéticas de incompetencia: "Dos naciones tan poderos como Estados Unidos y la Unión Soviética, y que son incapaces de producir un automóvil que una persona sensible desearía conducir, están sin duda condenadas a entenderse".

La observación (le Gore Vidal tiene su miga, pues de un modo sintético e inhabitual relaciona potencia con decadencia, poder milítxr e incompetencia civil. Una relación que desde siempre nos había parecido a todos de sentido común -lo que se dedica a. una cosa- hay que detraerlo de la otra-, pero que el discurso oficial e intelectual de estosafios parecía haber desautorizado, y que sólo la reemergencia de Alemania y Japón como potencías parecía poner otra vez sobre el tapete.

Este discurso venia a decir que el armamentismo, la escalada militar o el dispendio competitivo y ostentatorio de la carrera espacial podían parecer todo lo lamentables que se quisiera, pero que, nos gustara o no, a ellos estaba ligado el progreso y el crecimiento en todos los ámbitos. La producción de armas, primero, y la reconstrucción de Europa, después, habían estado en la base del: periodo de crecimiento más espectacular que se había conocido. ¿Y de dónde creíamos que venían los avances tecnológicos que sirven luego para construir mejores sillas ortopédicas o nuevos enzimas para madres lactantes? De la investigación logística y la exploración espacial, por sunuesto.

La verdad es que a uno le costaba entender, no digo ya aceptar, esta especie de sinergia o unión hipostática entre producción y destrucción, entre desarrollo y despilfarro. ¿No era más lógico producir cosas nuevas, o mejores, o para más gente, que hacer el esfuerzo de destruir las que había para tener así ocasión de reconstruirlas? Y para resolver los problemas de los inválidos o de las madres, ¿no parecía más razonable aplicar el esfuerzo intelectual y material directamente a ello?

La sabiduría convencional de estos años, sin embargo, seguía opinando que el camino más corto entre el paralítico y la solución de su problema pasaba por la nave espacial. ¿Cómo había llegado a formarse esta opinión?

La manipulación política y la propaganda comercial masivas tuvieron, sin duda, que ver con ello: la reiteración, no hay que olvidarlo, sigue siendo uno de los mecanismos de convicción más eficaces, si no más sutiles. Pero operé también una ya formada y generalizada propensión a creer en argumentos que atentaban directamente al sentido común. Desde el marxismo y el psicoanálisis, por citar dos ejemplos convencionales, estábamos ya predispuestos a creer a quien nos dijera que "puesto que esto parece así, es presumiblemente todo lo contrario". Habíamos incluso desarrollado un gusto perverso, o simplemente juguetón (al estilo del Da-fort freudiano), por sorprendernos al desvelar, debajo de su apariencia, el paradójico "núcleo racional" de las cosas. Lo que significa, para el tema que aquí nos ocupa, que nuestros cerebros estaban ya adobados para reconocer con prontitud la conexión entre la cápsula espacial y el paralítico, o entre la producción en los supermercados y la destrucción en las trincheras. Pronto nos iba a parecer lo más lógico del mundo el juicio de los expertos según los cuales el crecimiento se hace con déficit, la paz con la guerra o el consumo interno con la producción de armas destinadas a ser congeladas en los silos o centrifugadas a las estrellas.

Pero justo cuando habíamos llegado a hacernos a esta lógica tan sofisticada, el sentido común pareció volver por sus fueros y reclamar una vez más sus derechos. El progreso técnico y económico más espectacular se producía precisamente en los dos países "vencidos" a quienes no se había permitido contribuir a la carrera armamentista. El 19-O puso por fin de manifiesto que Wall Street dependía ya de las decisiones de Tokio y Bonn; que la vanguardia militar y espacial había sido el camino a la retaguardia comercial e industrial. Y así es como los fabricantes de maravillosos cohetes espaciales han acabado incapaces de fabricar el coche que desee conducir una persona sensible como Gore Vidal.

Que esto ocurriera en Rusia podría aún explicarse por el hecho de que las empresas militares y su desarrollo nada tienen que ver con las que producen bienes y servicios para el público. Pero ¿cómo explicarlo en EE UU, donde son las mismas empresas y donde su componente bélico es el que se suponía que tira técnica y económicamente del civil? Es la imposibilidad de explicar estas cosas lo que parece estar obligando a la vuelta al sentido común que expresa el reciente The rise and fall of great powers, de Paul Kenne.dy: "Las dificultades experimentadas por las sociedades modernas altamente militarizadas repiten literalmente las que, en su mismo nombre, afectaron a Felipe II de España, Nicolás II de Rusia y la Alemania hitleriana. Una gran organización militar, como un gran monumento, parece grandioso a un observador impresionable; pero si no se eleva sobre la base firme de una economía productiva corre el riesgo de un futuro colapso".

Los sociólogos y economistas llaman "mercancías maduras" a aquellas que, dada su relativa saturación en el mercado, cuesta ya más promocionar y vender que propiamente producir. Hace tiempo empezó a madurar el automóvil, luego los electrodomésticos o los audiovisuales, y hoy los ordenadores personales han dado ya el tirón expansivo de su primera pubertad. ¿Y no podríamos hablar, por analogía con estas mercancías, también de "políticas maduras" (Rosenblatt)? La estrategia de bloques o la carrera armamentista sería así una "política madura" en la medida en que los talentos y recursos dedicados a la consolidación imperíal exceden ya los rendimientos económicos ligados a la misma. Las propias dificultades que enfrentan hoy los candidatos a la Casa Blanca para diseñar un ideal americano que capture la imaginación del electorado parecen indicar, como reconoce el editorialista de Time, que también EE UU es hoy un sistema ideológicamente "maduro". De la glamurosa decadencia de Carter se habría así pasado a la eufórica y cosmética madurez de la época Reagan.

Pero es esta última, no la primera, la que ha supurado hasta impregnar el mundo a su alrededor. He ahí un buen motivo de conclusión y reflexión. Pues si hace tiempo sabíamos que la lechuza de la filosofia sólo abre sus alas al anochecer, hoy sabemos que la de la ideología espera para volar a que sea ya noche cerrada. Como sabíamos que era propio de la periferia constítuirse en sede de producción de mercancías maduras, polucionantes y con poco valor añadido; pero hoy sabemos, además, que esta periferia es también un lugar de consumo de ideologías igualmente maduras, redundantes y en proceso de reconversión.

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