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Espanto 68

Descubrí las ya legendarias barricadas del Mayo francés de 1968 asomando la nariz al Boulevard Saint Michel por la Rue Michelet; olía a humo y a chispas. Otro corresponsal de la Prensa española en París por aquel entonces, Tristán la Rosa, y un servidor caminábamos tranquilamente tras una cena placentera en la Closerie des Lilas, uno de los pocos escenarios auténticamente belle époque aún vivos del barrio de Montparnasse; por puro azar pasaba por allí un tercer español, el cineasta Roberto Bodegas, y se unió a nosotros. Aquello, en el bello París de la dulce y verde Francia, era una visión: montañas informes, ingentes, de adoquines que uno imaginaba arrancados con los dientes y que surgían por los aires como proyectiles bestiales lanzados por los estudiantes contra la masa policial, estoica y no por ello menos feroz. ¿Era cierto nuestro descubrimiento? Sólo me queda un recuerdo: "¡Esto es la revolución o la guerra civil", grité, levantando los brazos.¡Pobre de mí!

Veinte años después, la semana última justamente, pasé unos días en París y pregunté a cinco personas diferentes por aquella revolución; cuatro ni abrieron la boca; les bastó un gesto para hacer comprender que el tema es obsoleto; sólo un colega reflexionó despectivamente: "Eso aquí es cosa de ex combatientes aburridos; la Prensa aún no le ha dedicado ni una letra".

Mi interés respondía al ajetreo que, desde hace algún tiempo ya, se manifiesta en España por el suceso. Nos amenaza un espanto/ 68. Los mass media afilan las uñas; los filósofos posmodernos, los nostálgicos, los reporteros sufridos, guisarán aquella revolución con vocación de héroes. Ya lo están haciendo; ya se rediviniza esa sandez impecable de la imaginación y el poder. Lo que debiera ser memoria del pasado, salvo error, se convertirá en la celebración ultrarretrógrada del "cuando yo hice la milí'. Habría que saber, primero, si a los españoles más de hoy les interesa este cuento; sobre el particular puedo aportar un testimonio: desde hace más de dos años he recorrido a placer las 17 autonomías del Estado español y, al tiempo, 13 universidades del mismo territorio; quiere decirse que varios centenares de estudiantes han pasado por mis manos. No he encontrado ni uno solo que se interese de veras por el Mayo del 68.

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Como superviviente del acontecimiento, algunas cosas han quedado en mí. No muchas. Mi educación de demócrata a tumba abierta es absolutamente francesa, pero el mayo aquel, vivido sin pestañear, es un emborronado recuerdo lírico / ideológico / jaranero, salpicado con polvos de tremebundismo. Y esto a causa de De Gaulle, que gemía: "Es el fin de la Iglesia, el fin del mundo".

Quedó grabada en mí, por ejemplo, la frase de un periodista británico, que me escandalizó al oírla en pleno fragor de la batalla, y que decía: "Mayo del 68 lo han inventado los franceses para tener un tema con el que escribir 100 libros". El aserto es caricaturesco, pero lo cierto es que pocos años después ya se habían contabilizado 202 tomos sobre la cuestión. Un recuerdo más, en frase de mi casero de aquella época: "En Francia somos demócratas, tenemos una Constitución y se han celebrado unas elecciones, y sólo otras elecciones cambiarán la situación. Lo demás no dejará rastro duradero". Un tercer recuerdo / tatuaje de mi vivencia del 68 francés no se plasmé hasta 1978. En efecto, con motivo del décimo aniversario de las barricadas, uno de los líderes de aquel acontecer tan divertido (dormíamos por el día, y por la noche "vamos a la guerra al Barrio Latino"), Alain Krivine, que aún hoy trajina en movimientos de extrema izquierda, dijo en presencia de otros dos periodistas españoles y de un servidor: "Lo que nos ocurrió en el 68 fue que habíamos leído algunos libros, pero de la vida no sabíamos nada de nada".

De pararme a pensar, algo más descubriría en mis entresijos de aquella aventura, pero el tema me aburre; si a la postre he clavado los o os en la pantalla del ordenador es por dos o tres detalles que considero a tener en cuenta a la hora de pontificar sobre aquellas calendas, porque se va a pontificar sin duelo.

Primero, la revuelta estudiantil de Mayo del 68, cuyo origen se sitúa en la universidad de Nanterre (periferia parisiense), donde nació el movimiento del 22 de Marzo, acaudillado por el pelirrojo Daniel Cohn Bendit, es probable, por no decir seguro, que hubiese pasado a la historia como otra revuelta estudiantil, con sus grandezas y demás. Pero un hecho político-social, simple y complejo al tiempo, atizó el incendio; los estudiantes actuaron de fósforo en un clima cargado.

El general Charles de Gaulle había llegado al poder en Francia en 1958 para intentar salvar al país del caos interno, envenenado por la cuestión colonial (argelina, en suma); en pocos años elaboró una Constitución a su medida y estableció la elección del presidente por sufragio universales aseguró a los franceses muy inteligente y maquiavélicamente que él era la garantía de la "Argelia francesa", para, en un abrir y cerrar de ojos, izar la bandera de la independencia, y, por fin, por citar sólo las efemérides más rumbosas, el general decretó la fabricación de lo que en tono de chanza se calificó de sombrilla atómica para, en 1966, decir adiós a la OTAN.

Este quehacer era la pasión del general: la Historia con letras mayúsculas, la grandeur de la France, su papeleta era el planeta, y no "un país de terneros", como llegó a definir puñeteramente a sus conciudadanos (otro día murmuró en el mismo tono: "¡Cómo se va a gobernar un país que tiene 600 clases de quesos!"). Sus dotes de visionario político viéronse arrulladas, no sin zorrería, por la componente social decisoria de la Francia de ese tiempo de la década de los años sesenta: la CGT (Confederación General de los Trabajadores), sindicato comunista. La CGT mimaba a De Gaulle por "los aspectos positivos" de su diplomacia favorables a la URSS, ingratos para los americanos.

A mediados de los sesenta, el gaullismo sudaba placer, y la CGT (léase comunistas) también, llegó a acuñarse por entonces un lema que hizo fortuna: "Francia está gobernada por De Gaulle y por la CGT" (algunos, en broma, añadí : "Y por Brigitte Bardot"). El uno le predicaba al mundo, reconocía a China, condenaba a Israel, asombraba, y la CGT, por lo de "los aspectos positivos" de la diplomacia gaullista, se agazapaba; esto es: en pleno boom económico occidental, acogotaba a la clase obrera.

En esta coyuntura de exasperación social estalló la revuelta estudiantil de Mayo del 68. No hizo falta más. En pocas horas la CGT (más de dos millones de afiliados) sacó a la calle sus poderes, y desde este instante, de hecho, la revolución de los estudiantes había concluido. De Gaulle se despistó, pero no su primer ministro, Georges Pompidou. Mientras en las calles del Barrio Latino se jugaba a la guerra por las noches y en la universidad de La Sorbona y en el teatro Odeón se verborreaba a placer, un delegado del secretario general de la CGT, Georges Seguy, y otro del jefe de Gobierno, Pompidou, negociaban la paz social en una chambre de bonne (buhardilla) del barrio de Montmartre. El mozo esbelto, aprendiz de ministro en esos instantes, delegado de Pompidou para desbaratar la revolución, se llamaba Jacques Chirac. Él y la CGT planearon los llamados acuerdos de Grenelle, consistentes en el aumento del 20% del salario de los trabajadores franceses; este detalle y un discurso de De Gaulle acto seguido pusieron un punto final rotundo, seco, insensible, al cisco que ahora se va a celebrar en España con traje de luces.

Segundo dato a retener para calibrar hoy el Mayo francés del 68: la peripecia que le acaeciera a un llamado François Mitterrand. Descubierto por un grupo de combatientes estudiantiles, fue corrido, víctima de cuchufletas y silbidos, cuando en el Barrio Latino quiso alcanzar su domicilio de la Rue Guynemer. Mitterrand era una bestia negra de los estudiantes del mayo revolucionario, y le hubiesen escupido el día de su patinazo mayor, cuando ofreció sus servicios a Francia como presidente de la República.

Veinte años después, en 1988, Jacques Chirac, continuador del gaullismo, es el primer ministro de Francia, y, a pocas semanas de los comicios presidenciales del 8 de mayo inmediato (segunda y última ronda), no hay que excluir la posibilidad de que se convierta en el mandatario supremo de su país. Y François Mitterrand, heredero del mitterrandismo, 20 años después también, es el presidente de los franceses, y todos barajan la probabilidad de que continúe siéndolo, de optar a un segundo septenio.

Un tercer elemento no le sería inútil a la memoria del Mayo del 68: de los tres líderes máximos de la revuelta estudiantil, Jacques Sauvageot, Alain Geismar y Cohn Bendit, los dos primeros, franceses, se retiraron con el último petardo para dedicarse a sus tareas profesionales en el mundo de la enseñanza; nunca más, prácticamente, se volvió a saber de ellos. El alemán Cohn Bendit es el único que continúa ordeñando la vaca lechera en que se convirtió aquella efemérides para él. Los posmodernos intelectuales hispanos incluso le han ofrecido la palabra para que instruya sobre la cuestión vasca, ignorada perfectamente por el héroe del Boul-mich.

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