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Tribuna
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La historia

En el tiempo, se es sólo lo que se es, lo que siempre se ha sido. En el espacio, se puede ser otra persona.Esta ecuación explica algo, de modo parcial y práctico, respecto al poder. Explica prácticamente una manera de ejercer y padecer el poder. La muerte de los tres terroristas del IRA en Gibraltar, por ejemplo: no es lo mismo un terrorista en Londres o en Madrid, en Belfast o en San Sebastián, que en un peñón extremo y discutido. Tampoco suenan del mismo modo los tiros allí que en una avenida afamada. El sitio es determinante.

Pero el espacio, además, es una marca para vivir. El territorio, la ciudadela, es una marca dentro de la cual se puede ser aquello y acaso sólo aquello que deciden sus confines. Para llegar a ser otro es obligado desbaratar la zona conocida. Entrar en otra vida es cruzar la densidad de una frontera.

El espacio es una vestidura radical. La que inviste decisivamente al personaje.

El espacio es un tatuaje.

El cambio de vocación, de fe, de sentimientos se acompaña inexcusablemente de otra referencia espacial, de la que se acaba obteniendo otra figura. También de otro conocimiento y, poco a poco, de otra fisonomía.

El espacio es una toilette completa.

Lo único que se empeña en refutar esta transfiguración es la tenacidad de la memoria. La memoria, especie de lo temporal, se apega a la continuidad como un animal al forraje. La memoria es un campo de cereales de una perseverancia ofuscadora.

La arquitectura es al porvenir del espacio lo que la memoria es a la conservación del tiempo. Mientras en el espacio el sueño más apreciado es la conquista de otro mundo, en lo temporal la mayor fantasía es el laberinto, un centro volviendo sobre sí mismo.

La hora, la espera, la edad no significan al fin nada en relación con la pérdida o la posesión de un determinado lugar.

Al final de toda historia, cuando la muerte sucede, el tiempo es mero aderezo donde el espacio es un destino.

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