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1992: la necesaria voluntad política

Al finalizar 1987 envolvía a los círculos políticos comunitarios una nube de pesimismo. A los fracasos de los Consejos Europeos de Bruselas (junio) y Copenhague (diciembre) en alcanzar unos mínimos que permitiesen avanzar en la reforma e hiciesen posible la aplicación del Acta Única se unía la estruendosa ausencia de Europa en la configuración de los acuerdos sobre armas nucleares intermedias que afectan directa y esencialmente a su seguridad. Los aliados europeos habían sido ciertamente informados y en puntos importantes consultados. Pero no se habían sentado a la mesa en una negociación vital para ellos.Esta clamorosa constatación de falta de peso político ha producido una sacudida no solamente en las cancillerías, sino también en las opiniones públicas europeas. Sacudida que ha gravitado favorablemente en las últimas horas de la noche del 12 al 13 de febrero cuando los jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad alcanzaron, por fin, importantes acuerdos que pueden hacer posible la creación para 1992 del mercado interior único sobre la base de una mayor cohesión y equilibrio entre las economías de países y regiones.

Las propuestas de Delors para que ello fuese posible, formuladas al Parlamento el 18 de febrero de 1987 ("cómo llevar a buen término el Acta Única"), tenían un inocultable carácter de urgencia. Sin disciplina presupuestaria, sin reequilibrio entre fondos estructurales y de garantía de precios agrícolas, sin un cuarto recurso calculado como la diferencia de la base de imposición del IVA y la base del producto nacional bruto, sin racionalización de la PAC, no es ya que no se pudiese avanzar hacia una mayor integración, sino que el mismo funcionamiento comunitario estaba amenazado. En 1985, la Comisión realizó un balance del cumplimiento de los principios de la unión aduanera. El saldo era alarmante. En el Consejo de Milán se lanzó el proceso que conduciría a las reformas de los tratados integradas en el acta. Pero era imprescindible preparar las modificaciones; -más de 230 actos legislativos- que permitiesen en 1992 poner en pie el mercado único.

El plan del presidente Delors no ha sido asumido en su totalidad. Supongo al lector suficientemente informado de las líneas adoptadas en el Consejo Extraordinario de Bruselas. Me importa más hoy transmitirle cierta perspectiva. Para ello es necesario referirme a de dónde venimos, qué camino emprendió en cierto momento el proyecto integracionista, para otear luego el horizonte que a Europa se abre frente al resto del mundo.

Sin repetir que el proyecto europeo fue una reacción frente a la fragmentación y radical disrupción que significó para Europa la II Guerra Mundial se pierde la percepción de la grandeza del proyecto. También se esfuma la conciencia de sus limitaciones.

Si volvemos la vista atrás asombra y enorgullece que hayamos podido alcanzar las cotas actuales de desarrollo, bienestar individual y colectivo y la institucionalización de sociedades libres, democráticas y en buena medida creativas. Conviene recordar cuál era el estado de Europa cuando se inaugura la escisión en bloques y se inicia la guerra fría, esta tregua armada como la titula Hugh Thomas en un libro reciente.

Cuando John J. McCloy, entonces secretario de Defensa, bajo Stimson, vuela sobre Alemania y Europa oriental camino de Potsdam, al contemplar desde el aire la desolación concluye que desde los tiempos oscuros del fin del Imperio Romano nunca el continente estuvo en tal situación de desarticulación y desolación. En dos o tres semanas, en el otoño de 1944 se libra en Washington una terrible batalla entre los partidarios de asignar a Alemania un papel puramente rural y quienes consideraban que la contención a la amenaza soviética exigía hacer de la potencia vencida algo así como la chispa del motor de ignición de la economía europea. De un lado estaban los que querían ruralizar a los germanos: Henry Morghentau y el asesor científico de Churchill, el doctor Lindemann, luego lord Chervell. Del otro, los promotores de la política de contención: el mismo McCIoy, Harriman, Acheson Bohlen. El apoyo a éstos del secretario de Estado, Marshall, va a decidir en favor de la reconstrucción de Alemania como pieza clave de la puesta en pie de Europa occidental. Sin duda, la decisión fue más que la causa la consecuencia de una división de Europa que los acontecimientos de Polonia -en especial la actitud de Stalin ante la rebelión de la resistencia en Varsovia- hacían aparecer como inevitable (en los años veinte, Keynes, en su Consecuencias económicas de la paz, había previsto cómo la dureza de las reparaciones decretadas en Versalles no sólo iba a desestabilizar a Alemania, sino menoscabar el sistema económico europeo como un todo). La decisión de la reconstrucción como pieza imprescindible de la política de contención va a decidir uno de los programas más generosos y mejor asentados en el justo conocimiento de los propios intereses americanos. La integración europea va a nacer de una necesidad interna, pero va a ser entendida como una pieza de una estrategia global no nacida en Europa.

El camino escogido

Cuarenta años: la obra realizada asombra y testimonia de la capidad humana para orientarse, en ocasiones, hacia la racionalidad: fin de los nacionalismos fratrícidas, acercamiento del campo y la ciudad, una cultura basada en la libertad, pero tambien -y últimamente- en el culto del propio beneficio a medida que decrece el imperativo de solidaridad que se nutría de la experiencia de la propia y ajena desgracia. El cambio de ambiente que sigue Eva von Braun en el filme de Fassbinder.

Para conseguir una mínima, imprescindible, cohesión unos Estados dependientes de la division del mundo en bloques, sin capacidad ni voluntad de orientarse hacia una federación o una confederación, encuentran en las ideas de Monnet el instrumento para una integración gradual que no altere el supuesto de la bipolaridad internacional, dato esencial y, en aquel momento, incontestable. El proyecto de Monnet pasa por las integraciones de sector por sector que conduzca gradual y acurnulativamente a una zona aduanera común. Toda otra dirección -como la federalista de los hombres del Congreso de La Haya- era utópica, si bien permanecería como horizonte utópico. Pero en la ruta emprendida nos encontramos hoy con una señal inequívoca: sin un salto adelante, sin un cambio cualitativo, la misma integración económica tropieza y se estanca. La acumulación nos ha colocado en el umbral del cambio político.

En un coloquio en Estrasburgo en junio de 1986 sobre las relaciones entre Europa y Latinoamérica, los participantes americanos demostraron que nunca desde principios de este siglo Europa tuvo menos influencia política, económica o cultural en el hemisferio. Bueno es recordarlo en vísperas del

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1992: la necesaria voluntad política

Viene de la página anteriorCosta Rica IV, a celebrar en Hamburgo. No es retórica decir que en este punto la acción española, pedagógica al menos, es importante y valiosa para los europeos.,

En África queda, sustancialmente de Europa, el subsistema francés, sabía reconstrucción neocolonial, pero útil para mantener un mínimo de presencia europea en las superestructuras.

En el mismo triángulo industrial EE UU-Japón-Europa, la línea esencial es la que une y tensiona la relación en el Pacífico. Progresivamente tiene más peso la dimensión pacífica en Estados Unidos. Allí miran los temores proteccionistas americanos y también allí está una nueva dimensión de la estrategia defensiva.

Desde la reunión de Venecia, en 1980, la Comunidad no ha adoptado ninguna iniciativa respecto a Oriente Próximo que no sea complementaria de las americanas, cuando no mero seguimiento, con matices, de éstas.

En estos momentos se evidencia un interés renovado por una relación más distendida con el Este europeo. Es una versión menos intensa, pero más amplia que la ostpolitik germana y menos espectacular que los gastos gaullistas. A nivel comunitario, la tendencia cobra la forma de relación entre el Comecon y las instituciones de Bruselas. Superado el obstáculo de Berlín, este avance puede estar próximo. Pero -y esto no resta importancia, sino que, como se verá, lo reduplica- esta orientación es una consecuencia del nuevo clima de relaciones entre las dos superpotencias.

Oportunidad para Europa

Si la construcción en base al federalismo funcionalista de Monnet casaba perfectamente con la política americana de contención, un nuevo equilibrio entre las superpotencias y una reducción del escenario nuclear inmediato europeo otorgan a Europa un nuevo papel.

Los europeos han reaccionado en un primer momento con preocupación ante el incremento del valor de las armas convencionales como consecuencia de una reducción de las nucleares de alcance intermedio. Las asimetrías en los equilibrios, tanto nucleares como convencionales, hacen que lo! análisis deban ser más complejos que el mero cómputo de divisiones, artillería o tanques. Pero alerta y preocupación europeas deben acompañarse de una verdadera iniciativa propia para buscar un equilibrio a la baja. No ya por razones de supervivencia -preocupación máxima y en sí mismo suficiente-, sino porque una tendencia- a la carrera armamentista convierte toda iniciativa europea para construir su propia defensa en algo carente de credibilidad. Por razones económicas y de cultura política, Europa solamente puede contar en materia de defensa si existe un techo al aumento y renovación de las armas decisivas.

Poca voluntad ha habido hasta ahora para coordinar la creación de la propia defensa con el esfuerzo de desarme. Entre nosotros, digo, porque éste es el camino que se abre en las dos potencias extraeuropeas.

La compleja relación frente al abrazo transatlántico -temor a su tendencia al rearme, miedo al abandono- ha paralizado el pensamiento europeo. Pero esta paralización que encanija a Europa y la sume en la contradicción tampoco corresponde hoy al interés del sistema general. Se abre un nuevo papel mundial para Europa que hay que definir en estos años críticos.

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