Un concurso que defrauda
Joaquín Prat resulta un charlatán de zoco, y el estudio de televisión, un zoco mismo de mercancías de lujo: pieles y brillantes, oro y Mercedes, gargantillas y porcelana inglesa. El nuevo concurso de los lunes se ha retrasado durante tres semanas para conseguir su puesta a punto; y ha salido mal. Ha defraudado la expectación que había creado, aunque no en derroche de dinero y de publicidad.Hay dos puntos de crítica para El precio justo. Uno de ellos es el moral, es decir, el de la conversión de la publicidad en tema, en fin absoluto de un espacio en lugar de en medio para llegar a otra cosa (a un verdadero programa).
La publicidad en televisión ha ido poco a poco intoxicándolo todo, entrando a la fuerza en sitios que parecían recónditos, y a veces produciendo bastante inquietud sobre su intromisión y su mezcla con la información. Por ejemplo, la aparición de algunos personajes no habituales en dos, tres o más programas casi en el mismo día o en la misma semana, y es que están vendiendo un libro que acaban de publicar, un disco o un espectáculo para el que generalmente citan a los espectadores. Ellos tienen razón, pero quizá convendría que se midiese más lo que es actualidad y lo que es el anuncio de un producto.
La aparición de un programa como El precio justo en la primera cadena de Televisión Española parece una coronación de esta manera de acrecentar los rendimientos publicitarios, y se hace enteramente a costa de un programa largo.
Un programa aburrido
El segundo punto de vista es el del programa en sí. Es aburrido. Siete cuartos de hora necesitan mucha imaginación y mucho trabajo para resultar atractivos y para mantener una atención. Lo conseguía a esta misma hora Un, dos, tres... Podía tener sus ribetes de mal gusto o de mediocridad de lenguaje, pero se buscaba a cada instante una forma de sorpresa o una forma de comparecencia de algún personaje habitual y esperado; la cacería del premio -bastante más moderados todos que el derroche que vemos ahora- estaba aderezada con otra intensidad y, en fin, la publicidad interna tenía mayor disimulo. Todo ello se hacía dentro de un espectáculo conseguido.El sustituto de Un, dos, tres... no tiene más finalidad que una apresurada oferta, una charlatanería que desborda hasta a un buen profesional como es Joaquín Prat, avezado a todo -y desde luego a decir publicidad-, y le hace perder el control de la palabra.
Puede que en esa velocidad se haya cifrado alguna sospecha de ritmo del programa, pero no funciona. El ritmo no es una cuestión de velocidad, sino una virtud interna.
La explicación de los concursos apenas llega a los participantes -aunque parecen como instruidos previamentey mucho menos a los oyentes. Se ven pasar los artículos de lujo vertiginosamente, y el temblor de la codicia en quienes los esperan. No es un espectáculo muy agradable. Y quedan las dudas de cómo se selecciona a las personas que van a acudir -por sorteo entre las peticiones recibidas, y dentro de ellas, por selección entre las presentes- y, sobre todo, de cómo se determina el precio. Televisión Española aclara que no se hace responsable de que los posibles compradores,no encuentren objetos al mismo precio que se da como único: ¿qué garantía tiene ese precio?
El precio justo puede, a pesar de todo, tener mucho éxito. Nunca será el, de un programa pensado y medido para el espectador, sino el de una oferta de dinero: se seguirá por afán de aprendizaje, para saber cómo hay que comportarse si a uno le llaman para participar en el concurso.
Es, en resumen, como una lotería más, como otro juego de azar más de este país donde son tan abundantes.
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