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Tribuna
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El himno

He visto a mis contemporáneos de otros pueblos de Europa cantar con normalidad su himno y reconocerse en su bandera. El uno y la otra fueron llevados al campo de batalla -siempre ajeno-, y eran símbolos de pueblo solidario. Crecieron cantando las estrofas de su propia canción y enarbolando los colores que la tradición de pueblo sin quebrarse les habíamostrado a sus ojos de niños. Nacionalistas fervorosos, unos, y descreídos paisanos, otros, podían asistir juntos al ritual patriótico sin otorgar mayor importancia a la rutinaria ceremonia que la que exigen las reglas del juego democrático. La sacralidad de los símbolos no suele ponerse a prueba en los pueblos que gozan de la tradición de las buenas formas. Diría más : exaltarlos sobremanera podía constituir una expresión pública de sentimiento íntimo considerada inoportuna en el habitual comportamiento de esos pueblos. Pero debo decir también que la profanación o el improperio del ácrata, de producirse, no conseguía la respuesta del escándalo. En consecuencia, tales actos, considerados atrabiliarios, apenas tenían eficacia en cualquier acción discrepante. Esas banderas y esos himnos tenían más que ver con la paz que con la guerra. Si en algunos despiertan orgullosos sentimientos patrios, por los que ronda a veces la sombra del racismo, es verdad, suscita en otros un sentimiento de soberanía que, tal como están las cosas, parece un sentimiento conveniente.Pero mientras mis contemporáneos europeos, nacidos como yo después de la guerra, se unían en sus naciones bajo sus himnos y sus banderas, los españoles crecíamos con música de desfile para honrar a un césar y, ante los ojos, los colores de la bandera triunfadora de unos sobre otros. Lo que allá era un pendón de paz era aquí enseña del campo de batalla. Lo que allá servía como símbolo de libertad ondeaba aquí como expresión de la prepotencia del vencedor sobre el vencido, como signo de la opresión. Si en los pueblos libres se cantaba al unísono era porque todos compartían letra y música.

Otra era nuestra canción: sonaba el himno en la aparición del sátrapa, y mientras las músicas imperiales de los vencedores se entonaban cara al sol o en las montañas nevadas, las canciones apagadas por la dictadura se oían quedamente en las catacumbas o bajo el imperio del miedo, en las manifestaciones reprimidas o en los círculos de la disidencia. No sólo no teníamos nada que ver con aqueflos símbolos, sino que constituían, por el contrario, una provocación en sí mismos y despertaban el rechazo. Un sector minoritario de la España forzosamente clandestina contestó, lógicamente, desde el sectarismo o desde la nostalgia, con las hoces y los martillos, los colores republicanos de sus enseñas o los sones de La Internacional, por ejemplo, sin que tales banderas o músicas fueran asumidas naturalmente por la totalidad de quienes se oponían al dictador. La mayoría de éstos pertenecía a un pueblo sin bandera y sin himno, reticente con el patriotismo, patrimonio exclusivo de los franquistas, más añorante de la libertad que de los símbolos.

Así, pues, llegada la hora de la libertad, de la reconciliación de los vencidos con los vencedores, podría más la indiferencia de la mayoría, menos apasionada y más descreída de lo que se supone, que el temor de los políticos por los rituales de la patria. Y digo temor porque no ignoraban quienes tenían que poner en marcha una sociedad democrática que en la sacralidad de los signos bullía el peligro de la discordia. Tales peligros, en cualquier caso, no anidaban en los ciudadanos; sí en los cuarteles y en los cenáculos civiles de la nostalgia donde tienen sus altares las banderas, donde se entonan los himnos. Y me parece tan lógico que esto sea así -no concibo cuarteles sin himnos ni cuartos de banderas sin éstas- como complaciente el proceso de normalización de los símbolos y su integración en la vida democrática. No valía la pena otra batalla.

Algo muy distinto ocurrió en las nacionalidades y regiones españolas. Las banderas y los himnos históricos de Cataluña o Euskadi, por ejemplo, recuperaron su presencia a golpes de conflicto y hasta con muertos. Los himnos silenciados por la violencia de la dictadura, como era el caso de Els segadors, o las banderas escondidas por la fuerza, símbolos eran de pueblos oprimidos, de culturas perseguidas. Por eso afloraron desde la pasión por la libertad, y no cabía esperar indiferencia alguna por parte de una ciudadanía que sí tenía un himno -en el caso catalán-, que sí tenía una bandera -catalanes y vascosen la que todos se reconocían solidariamente.

Luego asistiríamos a la proliferación de banderas, a divertidos inventos, a la conversión de banderas marítimas en respetables enseñas regionales, a la discusión sobre una franja sí o una franja no (como en el caso de Valencia), a la creación de solemnísimos hinmos para autonomías recién estrenadas, a la recuperación de una canción de juerga como himno regional para cantar ante reyes y obispos -sucedió en Asturias- o a la reivindicación, sin éxito hasta el momento, de un pasodoble, poco autóctono y de letra cursi, en el caso de Canarias. En este paso de las trascendentes recuperaciones de identidad a la imposición de las nuevas patrias, Leguina le encargó una letra hímnica a Agustín García Calvo, y la acracia se puso a versificar para el nuevo patrioterismo. La derecha se enfadó, y con razón, porque estima que los himnos son una cosa muy seria. Está en su derecho. La patria madrileña -ajena a todo esto- sigue cantando chotis.

Sin embargo, Iñigo Cavero, diputado del PDP, no cree que a los patriotas les baste con el chotis, las sevillanas, la jota o las folías. Ha querido poner letra al himno nacional porque no cree en una patria reconciliada en la que no canten todos juntos a ritmo de marcha. Los socialistas le han dicho que no, porque son muy suyos, de acuerdo, pero podrían haberle propuesto la creación de otro himno. Ya puestos, la letra y la música. Iñigo Cavero ha querido aprovechar seguramente que en su partido estaban cambiando de músicas y de signos para renovar la letra de Pemán, la única conocida hasta ahora, del himno inefable. ¿Qué necesidad tenía Cavero de recordarnos a Pemán por estas cosas imperiales y no por El divino impaciente? Alguien me insinúa que busca los votos de aquellos patriotas que desean cantar y no pueden. ¿Ha pensado su señoría que somos más los que no andamos bien de oído? Votos que pierde por empeñarse en ponernos a cantar nada más aparezca el Rey en un acto oficial o en el fútbol. Bien está que hayamos asumído el himno sin decir esta boca es nuestra, pero no estamos dispuestos a sufrir tamaña humillación pública. Las cosas como están, don Iñigo, mejor no tocarlas. Las diferencias se notan menos en el silencio que cantando.

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