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Vuelve el Papa

Juan Arias

Con su última encíclica, Sollicitudo rei socialis, el papa Wojtyla ha recuperado indudablemente el protagonismo en la opinión pública mundial que le estaban empañando el estrechón de manos entre Reagan y Gorbachov.Y no cabe duda de que la séptima encíclica del pontificado de Juan Pablo II está siendo la más comentada y con acentos más positivos incluso por el llamado mundo laico (el mismo director del diario La Repubblica, Eugenio Scalfari, le ha dedicado un editorial Heno de elogios) y por los elementos más progresistas de la Iglesia, los mismos que hasta ayer tachaban de integrista al Papa polaco.

Hay quien, como el teólogo socialista Gianni Baget-Bozzo, ha pensado hasta en una especie de conversión del papa Wojtyla de conservador a progresista, porque afirma que la encíclica "revoluciona hasta el sentido de la doctrina social de la Iglesia, transformándola. de sistema de ideología moral en reflexión sobre la condición humana".

En realidad, a mi parecer, en la encíclica queda claro, sobre todo algo, que siempre ha sido típicamente wojtyliano, es decir, su pesimismo de fondo en la cultura laica y su convicción de que al mundo lo puede salvar sólo la fe religiosa. Es el mismo pesimismo que ya reflejó en todas sus intervenciones durante el concilio tanto en el aula conciliar como en los trabajos de las comisiones. Juan Pablo II es fundamentalmente un Papa sacral. Condena los dos grandes sistemas que hasta ahora han tentado de resolver los problemas de la humanidad no sólo en cuanto tales, sino porque nunca ha tenido confianza en las conquistas que los hombres no han hecho en el nombre de la religión. No acaso de los dos grandes sistemas, capitalismo y marxismo, pone sobre todo en relieve los aspectos negativos. Y la radiografía que en la encíclica se hace del mundo es tan dura que el Papa habla de que se va hacia la muerte.

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Y mientras achaca a los sistemas políticos y económicos creados por los hombres a través de los siglos todo el mal existente, al revés, mantiene un optimismo total sin la menor autocrítica de la alternativa que la Iglesia presenta a tales sistemas de muerte.

El cardenal Roger Etchegaray, presentando la encíclica, ha afirmado que personalmente piensa que la solución de la "solidaridad humana y cristiana" presentada por el Papa a los sistemas liberal capitalista y comunista marxista no es en realidad una "tercera vía" ni económica ni política a tales sistemas; pero añadió en seguida que no estaba seguro de si ése es el pensamiento del Papa.

Otros observadores han subrayado que en realidad lo que hace Juan Pablo II con esta encíclica es presentar como alternativa a los dos sistemas del mundo actual el modelo polaco de Solidaridad, sobre todo en su vertiente más religiosa.

Y Ernesto Balducci, rector de la abadía de Fiesole, escolapio, tras haber dicho con fina ironía que la encíclica de Juan Pablo II presenta las mismas utopías por las que hasta ahora han sido condenados no pocos teólogos considerados progresistas, ha subrayado que, para que hubiese sido más creíble, a la encíclica le falta una buena dosis de autocrítica de la Iglesia, la cual, en realidad, no sólo no ha realizado tantas de las cosas presentes en la encíclica, sino que con frecuencia las ha adversado. Y acaba poniendo de relieve que curiosamente la encíclica sale a la luz unos meses más tarde de que los dos personajes que encarnan hoy los dos grandes bloques condenados por el papa Wojtyla habían ya "liberado la paloma de la paz".

Personalmente creo que no es generoso pensar que el papa Wojtyla haya escrito esta encíclica para no perder el paso en el protagonismo mundial en este momento, pero no cabe duda de que la encíclica Sollicitudo rei socialis hubiese tenido otro impacto si hubiese sido publicada antes de que empezaran los coloquios sobre el desarme entre Moscú y Washington.

La encíclica es, sin duda, eficaz en su dimensión mundial o cósmica. Es importante que recoja los anhelos de los ecologistas, es indudable que acierta cuando afirma que el continuar hoy con el mundo dividido en bloques puede servir sólo para impedir al hombre su realización total. Y es eficaz, como lo fue ya la Laborem exercens, cuando explica que la verdadera liberación del hombre no es sólo económica, sino global, y que para que el hombre sea feliz no basta que tenga un salario justo, sino un trabajo que lo realice plenamente.

La utopía de la que está impregnada la encíclica, incluso cuando pide que la Iglesia, ministros y fieles se despojen no sólo de lo superfluo, sino también de lo "necesario", para darlo a los necesitados, "vecinos y lejanos", es también positiva porque la religión sin utopía es vana y porque el verdadero cristianismo fue siempre, desde sus orígenes, una llamada a lo que está inmediatamente después o al lado de lo puramente tangible.

Pero donde a mi parecer la utopía puede ser peligrosa e ineficaz es cuando se ignora que la solución que hoy propone el Papa a través de la Iglesia para resolver todos los males de la humanidad enferma o moribunda, como él la considera, es exclusivamente la solidaridad cristiana, ya que no se puede olvidar que en los últimos 40 años las mayores atrocidades, empezando por las dos guerras mundiales, las mayores injusticias y las mayores salvajadas de tipo colonial han sido realizadas por pueblos fundamentalmente católicos y cristianos.

Habría que explicar cómo es posible que la doctrina social de la Iglesia, que por sí sola no ha sido capaz de frenar lo que ha ocurrido de más horrendo en el mundo, ni siquiera donde la Iglesia era mayoritaria, pueda ahora de repente convertirse en la panacea universal contra todos los males.

Hubiese sido más justo decir que los hombres, todos, a pesar de sus esfuerzos, muchas veces de sus mismos heroismos, por liberar a la humanidad de sus cadenas con sistemas distintos, nunca ha conseguido encontrar la clave definitiva para hacer de la vieja Tierra un lugar donde, como profetizaba la Biblia, puedan convivir juntos sin morderse el lobo y el cordero. Probablemente la clave no existe. Cada uno -y no siempre de mala fe, porque no se pueden condenar en bloque todos los esfuerzos laicos hechos por la humanidad para salvarse- propone la receta que considera más eficaz. Y en este sentido la Iglesia tiene todo el derecho y el deber de presentar la suya como una más, y sin olvidarse de subrayar que se trata de una receta que a través de los siglos, quizá porque fue mal preparada o mal aceptada, no sólo no produjo frutos, sino que a veces contribuyó a esclavizar más al hombre.

Que ahora el Papa polaco, eslavo, con visión cósmica, porque ha conocido de cerca, mejor que otros pontífices, las miserias de las masas de desheredados del Tercer o Cuarto mundos, sienta la urgencia de volver a proponer la medicina cristiana, con todas sus exigencias, como una contribución más a la solución de los problemas e injusticias del mundo, es ciertamente positivo. No lo sería si el papa Wojtyla pensase que todos los esfuerzos realizados por los hombres hasta hoy fuera de la Iglesia han sido sólo negativos. Muchas de las cosas que la encíclica defiende, desde la libertad sindical a la ecología, a los derechos fundamentales del hombre, son frutos que no han nacido siempre en el seno de la Iglesia. De cualquier modo, lo que sí es indispensable es que se empiece, y sin esperar demasiado, con gestos muy concretos que demuestren a la luz del sol que la Iglesia, desde su cabeza, está de verdad al lado de los últimos, dispuesta a sacrificarlo todo por los desheredados y que se acabe con los procesos a aquella parte de cristianos que para ser fieles a las ideas que hoy propone la encíclica han sido perseguidos, humillados, arrinconados y hasta condenados.

Contrariamente podría tener tristemente razón el viñetista italiano que presentaba la encíclica dibujando a un hombre que, buscando la "tercera vía" indicada por el papa Wojtyla como alternativa al capitalismo y al marxismo, para salir del atolladero mundial, miraba al cielo y veía sólo unas nubes que se iban cada vez más arriba.

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