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Imaginar la paz

Más de 40 años de guerra, casi ininterrumpida, entre árabes e israelíes, sembrados de victorias inútiles, frustraciones masivas y odios recíprocos, son un inventario que nadie debe olvidar al enfrentarse a los acontecimientos que hoy sacuden a los dos pueblos que disputan por un mismo y exiguo suelo. Unos, convencidos de que fueron desposeídos de sus tierras, y los otros, seguros de ser los herederos históricos del pueblo bíblico de Israel. Ambos vindican un hogar nacional, sólo que Israel se proclamó independiente en 1948, y los palestinos no llegaron nunca a establecerlo, presos de la esperanza de hacerlo sobre la totalidad del país que reclaman suyo.Es evidente que la protesta palestina no surge de la nada y que a nadie puede resultarle cómodo vivir durante 20 años bajo el dominio de los que ellos consideran sus enemigos. Es evidente también que Israel, sometido desde su nacimiento al síndrome de la defensa, reacciona ante las manifestaciones palestinas como un acto más de la guerra, y no como lo considerarían los europeos: un simple problema policial.

Todo lo que sucede en Israel es minuciosamente observado por Europa. Políticos e intelectuales tienen una vieja y tormentosa relación con un país fundado fundamentalmente por judíos europeos y sobrevivientes del holocausto nazi. Israel es el resultado final de una historia antigua de encuentros y desencuentros entre Europa y sus judíos. No hace mucho, Milan Kundera llegó a escribir que esa mutua sensibilidad hacía que los israelíes vieran una Europa supranacional, concebida no como territorio, sino como cultura. Y que, pese a la trágica decepción que les causó Europa, han permanecido fieles a ese cosmopolitismo europeo, hasta el punto de que Kundera ve en Israel el auténtico corazón de Europa, "extraño corazón situado fuera del cuerpo". ¿No sería ésta una razón para que sea Europa, esta vez, la que tomara la Iniciativa y mediara para conseguir la paz en la zona?

La airada explosión de Gaza y Cisjordania ha servido para que todos los viejos fantasmas resuciten. En Europa se especulan teorías diversas, se condena al represor, y los Gobiernos emiten solemnes comunicados llamando a la paz, una paz, por ahora, tan bienintencionada como inconcreta. Pero, lamentablemente, también asistimos a un espectáculo muy repetido, toda vez que Israel ofrece blancos fáciles a la demagogia de sus enemigos tradicionales, no necesariamente árabes: se disfrazan viscerales sentimientos antisemitas, siempre latentes, y algunos lavan sus culpas imborrables exaltando la metamorfosis de las víctimas en verdugos y creando paralelismos fantásticos que bien podrían engrosar esos catálogos de figuras geométricas imposibles. Los que creemos que la existencia de Israel no es incompatible con la existencia de un Estado palestino nos sentimos terriblemente abrumados por el desmelenamiento de los maximalismos. Cada vez parece estar más claro que no existen soluciones militares, ni los árabes pueden destruir a Israel para establecer un Estado palestino en la totalidad del país, ni los israelíes pueden borrar del mapa la realidad de un pueblo que exige vivir con dignidad e independencia. Las piedras y los neumáticos humeantes no sirven para conquistar lo que desean, como no les sirvió el terrorismo, y tampoco las balas y los bastonazos sirven para acallar lo que es de justicia. Quizá toda esa sangrienta y dolorosa tragedia acabe consiguiendo que los responsables israelíes y los responsables árabes se vean obligados a buscar, a inventar, a imaginar la paz con urgencia.

No podemos creer que la paz sea imposible. Enemigos tan irreconciliables como los árabes y los israelíes han llega do a entenderse, a negociar la paz y a cooperar después. Tres millones y medio de israelíes y casi dos millones de palestínos no son demográficamente un problema para convivir en un territorio, por exiguo que sea. Sería suicida creer a los profetas del apocalipsis que condenan a la sociedad civil israelí al gueto del totalitarismo, des mentidos por más de 50.000 pacifistas que se manifiestan en una ciudad pequeña como Tel Aviv y por importantes sectores del Partido Laborista que están luchando desde hace mucho tiempo por conseguir que se empiece a negociar la paz. No podemos oír a los que pregonan que el único objetivo de Israel es expulsar a todos los palestinos y quedarse para siempre con sus territorios, proyectando el sueño loco de algunos grupos radicales a la totalidad de sus dirigentes. Si eso fuera verdad, no habría ninguna esperanza para la paz, como tampoco la habría si creyéramos a pie juntillas que la totalidad de los palestinos sólo cree en la destrucción de Israel como la única forma de lograr su independencia. Sólo si huimos de las homogeneizaciones y de la simplificación de buenos y malos podemos comenzar a comprender esta herida, demasiado tiempo abierta, e intentar que cicatrice.

Pedir, exigir imaginación a los que están obligados a forjar la paz, es quizá lo más importante. Abrir las puertas y estudiar todas las soluciones posibles, por más utópicas que nos resulten en un principio, es el gran desafío. Si se llegó a lo que parecía inalcanzable, la paz separada entre Egipto e Israel, y un Gobierno como el de Beguin devolvió todo el Sinaí a cambio de la paz, también es posible encontrar soluciones satisfactorias para los palestinos que traigan consigo la pacificación de toda la zona. Es verdad que la voluntad de paz debe ser general y que muchos intereses contrapuestos tienen que ponerse de acuerdo, además de los palestinos y los israelíes. Es verdad que tanto en Israel como entre los árabes hay fuerzas extremistas que no quieren la paz y que prefieren que la guerra continúe. Pero también es verdad que, exaltando la maldad de uno y del otro, acentuando los errores y manteniendo todos los lugares comunes de la propaganda a favor de uno u otro bando, sólo conseguiremos azuzar la guerra, pero nunca inventar la paz.

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