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La autofagia de la derecha

La derecha española ha tenido de siempre una vocación especial para la autofagia, como si algún Saturno invisible planeara sobre ella y la forzara a devorar a sus mejores hombres. Los ejemplos históricos son notorios. Desde un Jovellanos encarcelado hasta un Gil Robles combatido con saña por quienes deberían haber sido sus aliados naturales, pasando por un Maura yugulado por la incomprensión y la ceguera de tirios y troyanos, los varios intentos conservadores españoles a lo largo de los últimos 200 años no han conseguido cuajar en la consolidación de un gran partido de corte europeo, con características similares al conservador británico, que sirviera de argamasa en la construcción del gran edificio político sobre el que se asentara la democracia parlamentaria española. En definitiva, el papel desempeñado por la derecha europea, tanto en el Reino Unido como en el resto de Europa, donde los tories y sus homólogos en el continente han sido los verdaderos partidos nacionales interclasistas y aglutinadores frente a una izquierda de clase e internacionalista, que sólo se hace verdaderamente nacional al pasar por sus respectivos Jordanes o Bad-Godesbergs y abandonar el internacionalismo marxista. (Estoy seguro de que Cánovas, a pesar de su fuerte personalidad y rígido control de su partido, hubiera tenido que hacer frente a alguna escisión provocada por el desastre del 98 si el anarquista Angiolillo no hubiera puesto fin a sus días en Santa Águeda.)El caso más reciente está en la mente de todos y es el de Manuel Fraga, de cuya dimisión como líder de la derecha española se cumple ahora poco más de un año. Cuando el fundador de Alianza Popular consigue formar una coalición amplia, a costa de generosidad y de disgustos que provocan más de una tensión grave dentro de sus propias filas, los miembros de la coalición se dedican a dinamitar el proyecto político desde dentro, mientras que algunos iluminados de los llamados poderes fácticos -a quienes habría que dar un aprobado en buena fe acompañado de un glorioso cero en intuición -política- conciben la genial idea de crear una nueva formación, también de derechas, a la que dotan con el doble de créditos que a la Coalición Popular. O lo que, traducido en lenguaje político, significa rechazar una base de partida de cinco millones de votos y apostar por una incógnita, una operación que sería seguramente abucheada por los accionistas en cualquier junta general bancaria.

Por eso resulta desternillante, si no fuera trágico, escuchar ahora a los mismos personajes de entonces proponer, previo cambio de nombre o adopción de nueva terminología, "la creación de una coalición de fuerzas afines que pueda servir de alternativa al socialismo". Hacen bien los actuales responsables de Alianza Popular en negarse a entrar en el mismo juego con las mismas personas y los mismos grupos que destruyeron la coalición hace un año, entre otras cosas porque unas y otros están electoralmente vírgenes. Sus cargos electos a nivel local, autonómico y nacional fueron votados en listas cerradas y está por ver cuántos repiten escaño o concejalía si se presentan solos sin el abrigo del primer partido de la oposición.

La derecha española tiene más difícil el acceso al poder que otras derechas europeas. Y, en mi opinión, no precisamente por el llamado asilvestramiento del que le acusan sus adversarios políticos, sino por otras razones. Desgraciadamente, España sigue siendo un país de caudillos más que de ideas, y aquí las personas priman sobre los programas. El vicio horrendo de leer afecta lógicamente a la lectura de los programas de los partidos políticos, de tal forma que si estuvieran en los rankings de las editoriales, ocuparían, sin duda de ninguna clase, el último lugar. Si el español medio leyera los programas y los comparase con otros parecidos del espacio político europeo, se daría cuenta, por ejemplo, de que el programa aliancista es mucho más progresista en lo social que el manifiesto conservador británico y que otros continentales. Lo cual no ha supuesto ningún obstáculo para que Margaret Thatcher gane tres victorias electorales consecutivas, a pesar de una tasa de desempleo sin precedentes en el país y unas diferencias cada vez más irritantes entre el norte y el sur.

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Las razones, a mi entender, hay que buscarlas en el sistema electoral proporcional y de listas cerradas, de una parte, y en la irrupción de los nacionalismos y regionalismos en el nuevo Estado de las autonomías, de otra. La derecha española tiene que competir suicidamente en dos de las regiones más pobladas y de más peso en la vida nacional, Cataluña y el País Vasco, con dos nacionalismos de derechas que no se sienten para nada identificados por diferentes razones con esa derecha nacional. Si en la República Federal de Alemania la democracia cristiana tuviera que competir en Baviera con un nacionalismo bávaro mayoritario, es muy posible que no gobernase en Bonn desde hace muchos años. Naturalmente, la CDU no se presenta en Baviera, donde deja el campo libre a los socialcristianos de Franz Josef Strauss, quien a su vez añade sus votos y sus diputados a un proyecto nacional de derechas. Con las matemáticas en la mano, es más que dudoso que Alianza Popular pueda alcanzar el poder sin un pacto de legislatura con quienes defienden el mismo proyecto de sociedad en esas autonomías. Un pacto de legislatura que precisa, como en todo matrimonio, del consenso de los cónyuges y no sólo de la buena voluntad aliancista.

En segundo lugar, la derecha española tiene que enfrentarse asimismo con el poco edificante espectáculo, único en Europa, de los partidos regionalistas conservadores, surgidos como consecuencia de la ambición y el afán de protagonismo de políticos locales para quienes el viejo refrán de más vale ser cabeza de ratón que cola de león sigue siendo bueno, aunque con ello el león muera de inanición por no poderse comer la presa. El intento de recreación de la CEDA en la España de los noventa es simplemente un despropósito, cuya única consecuencia práctica será perpetuar al socialismo en el poder, a pesar de su evidente desgaste.

Dicho esto, es indudable que la derecha española, como cualquier otra formación política, precisa de un líder que irradie seguridad y produzca confianza. Y lo necesita más en la oposición que en el poder. De todos es sabido que el Boletín Oficial del Estado y el reparto de cargos obran milagros que no son posibles desde las filas opositoras. Las operaciones de desembarco de personalidades más o menos ilustres en las filas conservadoras españolas producirían más rechazo que cohesión ante los lógicos mecanismos de autodefensa con que sus actuales dirigentes se defenderían. El actual presidente de Alianza Popular, Antonio Hernández Mancha, sigue siendo una brillante promesa de futuro, pero todavía no se ha convertido en aglutinador de voluntades a nivel popular, que es lo que la derecha necesita en estos momentos. Además, personalmente creo que un jefe de Gobierno situado en la treintena de años -el caso de Felipe González en las legislativas de 1982- es irrepetible en España en las actuales circunstancias. Hernández Mancha puede y debe esperar a 1993 manteniendo la presidencia aliancista y preparando, como delfin, su candidatura para las siguientes elecciones legislativas. La situación no sería nueva, ya que en la mayoría de los países europeos las presidencias o secretarías generales de los partidos rara vez coinciden con las candidaturas a las jefaturas de Gobierno.

De acuerdo con las últimas encuestas, la única persona en las filas conservadoras capaz de iniciar la carrera electoral con cinco millones de votos seguros y de negociar pactos de igual a igual con otras formaciones nacionalistas y no nacionalistas se sigue llamando Manuel Fraga. Conozco lo suficiente al personaje como para predecir una primera respuesta negativa si se le propone la vuelta al liderazgo conservador por aquello de que no crean que su dimisión fue un farol o una segunda edición de la dimisión de Felipe González como secretario general del PSOE en 1979 para luego volver en olor de multitudes. Sin embargo, tanto él como sus sucesores deben recapacitar seriamente sobre las consecuencías que tendría para la derecha española afrontar una lucha electoral que está a la vuelta de la esquina en las actuales circunstancias. Claro que se puede aplicar una vez más el principio de la autofagia y, como decía D'Ors, seguir experimentando con gaseosa.

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