El vértigo comunista
EL HECHO insólito de que el 12º Congreso del Partido Comunista de España (PCE), que se inicia hoy en Madrid, se reúna sin que exista un candidato claro para ocupar la secretaría general constituye un síntoma del desconcierto actualmente existente en sus filas. Bastó que uno de los vicesecretarios, Enrique Curiel, insinuase que quizá Gerardo Iglesias no debía continuar al frente del partido para que el debate se tornase en un embrollo incomprensible. Los sarcasmos sobre tal situación son demasiado fáciles -y a veces indecentes- como para insistir en ellos. Pero tal vez no se haya resaltado suficientemente el hecho de que la ausencia de candidatos a la secretaría general sea compatible con la proliferación dé aspirantes a encabezar la criatura emanada del partido: Izquierda Unida (IU).El que personas psicológicamente tan diferentes como Julio Anguita y Nicolás Sartorius coincidan en su preferencia por canalizar sus talentos hacia IU es seguramente algo más que un símbolo. Ambos, como la mayoría de los protagonistas de este enredo, pertenecen a la generación formada políticamente en los últimos años del franquismo. Una generación que halló en el PCE el marco organizativo en el que expresar su oposición radical al régimen. La identidad comunista forjada en los últimos años de la dictadura constituye un reflejo indirecto de las contradicciones de ésta. El PCE de la época simbolizaba la fusión entre las aspiraciones democráticas de las clases medias urbanas y la tradición anticapitalista del movimiento obrero. La doctrina del eurocomunismo, expresión de un reformismo de nuevo tipo, encajaba perfectamente con esa situación.
La dirección regresada del exilio, con Carrillo a la cabeza, se consideró a sí misma encarnación viva de la tradición, y en nombre de ella reaccionó a los reveses electorales mutilando ' el componente no obrerista de la identidad del PCE, simbolizado por los renovadores. Por otra parte, la crisis económica iniciada a mediados de los setenta reveló la ausencia de respuestas del eurocomunismo a los problemas planteados por el crecimiento del desempleo y las políticas de ajuste duro puestas en práctica por los Gobiernos. Ello favoreció el repliegue obrerista manifestado en las escisiones prosoviéticas de Ardiaca y Gallego. El PCE se quedó reducido a una sombra de sí mismo. No era ya el eje del radicalismo democrático urbano, pero tampoco representaba la genuina tradición anticapitalista.
Izquierda Unida nació como un intento de recomponer el frente democrático radical con el acercamiento a los nuevos movimientos sociales, y en particular al pacifismo. Pero la dinámica de los acontecimientos ha hecho que ese proyecto resulte en la práctica contradictorio con el de fortalecimiento de un partido comunista. Lo que se presenta como una mera cuestión de ritmos o de prioridades es en realidad el enfrentamiento entre dos concepciones contradictorias. Recomponer la identidad obrerista tradicional es una posibilidad. Tratar de ganarse a las clases medias desengañadas del reformismo blando del PSOE, y a la juventud en particular, es otra. Pero no parece posible conjugar ambos movimientos.
El congreso deberá decidirse en uno u otro sentido. Pero el hecho de que sus principales figuras confiesen abiertamente que se verían más cómodas dirigiendo la formación de ese partido urbano y radical que haga de la profundización de la democracia su genérico estandarte, antes que como responsables de la redefinición del papel del comunismo en la actual sociedad española, parece anunciar por dónde irán las cosas en el futuro.
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